Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

ALGUNA VEZ NUESTRO

flores

Para Julieta, que los vio conmigo mientras los boleros sonaban en la terraza y los boleros guardaban sus trastos del oficio. Y les tomó una hermosa foto.

 Y un temor de todas esas cosas confundidas había invadido a los bárbaros.
–Heródoto

 

Los últimos rescoldos de tu vida vacía

– Pablo Neruda

 

Los huayacanes de flor amarilla que rodean la plaza del quiosco o el quiosco de la plaza, según quiera verse, son extraordinarios porque, aunque perennifolios, dejan caer las hojas durante el invierno para no humillar a los caducifolios que desde hace tantos años comparten con ellos la clorofila y los nidos.

A lo que no renuncian es a las flores, porque es justo que preserven un poco de vanidad, único sustento que les queda ante la indiferencia de los fuereños que se han apoderado de este sitio, alguna vez nuestro, de los que años atrás descubrimos que existe la “eterna primavera” y que, en ella, como dice Neruda en su “Nuevo soneto a Helena”, también puede nevar y las nieves son más crudas.

No renuncian a las flores, además, porque son amarillas, y si este color no debe regalarse al ser amado, es el color floral de la alegría y la energía: ayuda a sanar a los enfermos, sobre todo si las pupas son del alma; es el color en pétalos de la inteligencia, es decir el color de los pétalos de la mente, esos preciosos milagros inadvertidos que hacen que el mundo siga siendo tolerable; y es el color del aliento, del ánimo, del ahogado al que se salva, del caído al que se levanta, del derrotado al que se invita y ayuda a seguir adelante. No, los huayacanes de flores amarillas no renuncian a sus flores, y ni siquiera los árboles desflorados por el falo invernal piden que lo hagan. A cambio, ellos dejan caer las hojas como tributo a lo que alguna vez se llamó reciprocidad y cada vez es más raro encontrarse por los comercios morales y emocionales de un mundo en el que el odio disfrazado de buen principio se hace llamar amor propio y autoafirmación, como si hubiera dignidad o mérito alguno en estas mendaces zarandajas.

Al huayacán, también llamado palo de las Indias, guayaconcito de Cuba, guayaconcito de América o palo santo de América, algunos lo llaman guayacán. Es el árbol emblemático de Nueva Esparta, en Venezuela y su flor, así sea la rosácea, es la corola nacional de Jamaica. En Ecuador todo es huayacanes y está el bosque de Guayacán, donde hay cuarenta mil hectáreas de Tabebuia chrysanta o Guayacum officinale, que es como le han llamado los científicos botánicos sin importar que se trate del árbol, o más propiamente, la flor de la Virgen María, que, aunque pudo, nunca aprendió latín ni falta que le hizo: Su entender y su obra literaria necesitaban menos y necesitaban más.

Aunque no lo dice, principalmente porque no habla, el huayacán está orgulloso de su tronco, negro y desquebrajado, duro y redentor, que provee, al igual que su pariente el Guayacum Sanctum, el lignum vitae que sirve para tratar la sífilis, el reumatismo, la faringitis, la laringitis, los dolores de muelas y el sistema digestivo.

Lo que no sabe el huayacán, también conocido como guayacán, palo de las Indias, palo santo de América, guayaconcito de Cuba, guayaconcito de América, Tabebuia chrysanta y Guayacum officinale, es que es feo, que sus flores de cinco pétalos no son hermosas y que su madera no se cotiza entre los más distinguidos ebanistas. No sabe que las aves prefieren anidar en otros árboles y los murciélagos saborear otros frutos más nobles en cuanto a mieles y carnosidades que su pequeño fruto amarillo de carne roja y semilla negra.

El huayacán de flores amarillas que ilumina el invierno ignora que existe el ácido guayacónico, que se utiliza para determinar si hay sangre en la mierda, o las heces, como les llaman los más adustos, pues la peroxidasa de la hemoglobina cataliza la oxidación de ese ácido. No sabemos, los contertulios de la terraza del café jardín, si el huayacán de flores amarillas seguiría siendo tan gentil de saber tales cosas. Claudia, la mesera que fue drogadicta y toma güisqui derecho, de preferencia Etiqueta Roja, para curarse la presión, las migrañas y la pesadumbre de la vida, asegura que, si alguien le dice algo de esto al huayacán de hojas amarillas, ella personalmente lo mata con lujo de tortura, para lo que lleva siempre una navaja Gillette, unos alicates y un pequeño estuche con útiles de cirugía genital.

Así es que en el invierno no todo es troncos que anhelan el regreso de las golondrinas, que se anuncia con las flores de las jacarandas, que a la vez son anunciadas por el regreso de las primeras golondrinas. El huayacán nos da ese poquito de color que necesita toda vida humana, todo corazón demediado por la vida, toda alma, incluso si es verdad la creencia esotérica de que los perros no tienen alma que llevar al Paraíso, a un lado de Dios, donde espera la vida eterna que se ganan con su ratito de mala vida en la Tierra.

Debajo de uno de los huayacanes del jardín donde el quiosco, se pasea o paseaba la muchacha con andares centrífugos, la que lanza o lanzaba la pierna izquierda hacia afuera y dibuja o dibujaba un semicírculo, lo que – como es sabido– indica hemorroides añejas que impiden la flatulencia silenciosa, anónima. Ella, dulce muchacha de mirada triste, preferiría flatos discretos y aromáticos, que a todos llegan sin delatar al generoso dador de tal obsequio. Antes, la muchacha, casi niña, caminaba colgada del brazo de su padre, un elegante caballero que mediaba, quizás, de haber seguido las cosas como estaban, lo que normalmente sucede, su transcurso por la vida y, sin necesitarlo, usaba un bastón que se diría cosmético, con aires de tiempos en que los valores eran rancios y se procuraba la elegancia. Dicen que fue el invierno pasado, o quizá el anterior, cuando del huayacán se desprendió un pétalo que la preñó dando a la vida un pequeño con forma humana y alma de huayacán que –dicen– será el más fuerte entre los seres. Yo no lo he visto, pero recuerdo los tiempos en que la medre caminaba con su padre, el de ella, abuelo de él, y la belleza que formaba el llamativo conjunto festinado por las malas digestiones de la muchacha triste. Dicen también que al dar la luz al futuro prohombre, le operaron las hemorroides y le dieron lignum vitae para curarle el flato. Y dicen que ahora camina erguida y altiva, envuelta en el aroma propio de la pureza. Y dicen que el padre murió de grima cuando supo que el progenitor del nieto era el árbol menos bello del jardín. Su bastón se conserva, dicen que aquí o allá; la verdad es que no se sabe dónde. El caso, lo que en verdad importa, es que los huayacanes de flor amarilla han respetado su tradición y han tenido la generosidad de desprenderse de sus hojas para no ser más que el resto de los árboles. El viejo Chiquilín, que a sus ochenta años se gana la vida bailando las canciones que entona la mujer de gafas rojas con un hijo idiota, asegura que él ha visto más que el huayacán de flores amarillas, y que canta para no hablar de más ni tener que callar, porque mentir no es opción y porque matar las mentiras de los otros tampoco cabe entre sus valores ni ayuda a que la vida sea más bella o alegre: digna de ser bailada.