Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Defección

Autora:  Rocío García Rey

Julio 2022

 

 

Mis verdaderos documentos eran falsos.

H .CIXOUS

 

I

La necesidad de recrear la historia me hacía buscar hombres que en clave llamé EGL (exguerrilleros latinoamericanos) y ECL (excombatientes latinoamericanos). Era la historia particular la que deseaba escuchar de G, F, J, daba igual el nombre. Se trataba de seres que en algún tiempo habían creído en el significado de la palabra insurrección. Sabía cómo detectarlos, lo aprendí, debo reconocerlo, lentamente. Observaba, escuchaba cuando disfrazada estaba de profesora de literatura. Sus rostros sombríos me daban la primera señal, pero la particularidad estaba en la mirada, esa mirada que expresa que el cuerpo está anclado a un espacio físico, pero la memoria, el desdoblamiento de lo acontecido era en realidad lo que estaba impregnado en ellos. Algunos seguían usando una boina; otros simple y sencillamente usaban un modesto saco de pana.

 

 

II

Ella me hacía buscar de nuevo los libros que creía deshojados y faltos de historias nuevas. Ella me hacía lanzarme a los archivos, a las bibliotecas en las que pudiera hallar en algunas páginas el equivalente a un espejo; un espejo en el que yo pudiera ver un resquicio de reflejo de ella y de mí; de ella que, quizá sin haber leído ni pensado jamás en la palabra insurrección, era una mujer insurrecta. Su insurrección era la contraparte del lugar común del soso galanteo de los hombres. Ella, en los andenes de metro, me daba rosas rojas y me besaba con la pasión que los cuerpos descubren en las noches con o sin luna llena. Yo la abrazaba y dejaba que esa otra insurrección me habitara el cuerpo. La sonrisa aparecía en ella y reíamos como las amantes que no pocos adjetivaban de imprudentes.

Sin embargo, en mi memoria, en una parte de mi necesidad de hallar historias estaban ellos. Por eso no podía renunciar a buscarlos, acaso era otra forma de darle vida a los archivos. Su piel, sus labios, la parsimonia en el momento de relatar historias y sobre todo la melancolía fijada en su mirada me hacía desearlos, colocar mi parte de humanidad sexualizada ante aquellos hombres que pronto aprendí, necesitaban urgentemente relatar su historia.

 

 

III

En el transito del rumor de la pasión había encontrado a un hombre. Se trataba de un EGL. Lo conocí en la universidad. Hablamos de literatura. Su rostro, su tristeza, su manera de mirar las manecillas del reloj me dieron la pauta para saber que debía mantener el contacto con él. Con mi disfraz de académica aséptica, ellos se creían a salvo. Tal vez una simple poeta con una conversación neutra.  Ella – Yo, la académica oximorónica, aquella que al tiempo de querer ser asexual se perfumaba, desde que había renacido, con lociones que, según la norma, debían ser usados por los hombres. Sabía que parte del salto, del re-nacimiento tenía que estar dado por la acumulación de las palabras de ellos.

Ella desde hacía tres años había guardado en su memoria la suma de palabras de Cixous. Se trataba de palabras que ella, brusca y visceralmente, había convertido en consignas propias gritadas en silencio en los encuentros con cada uno de ellos. “Hay un sufrimiento que ningún texto es lo bastante dulce y poderoso para acompañar con un canto.”
Sin cantos, sólo con miradas convertidas en preguntas que yo lanzaba; confesiones que parecían haber estado guardados en la gaveta de la urgencia de ese hombre centroamericano. Era en efecto un EGL que no había renunciado a la memoria, no en vano era profesor de historia y había compartido conmigo algunos relatos de su vida. Ninguna historia es lo bastante dulce cuando alguien cree que la palabra patria sigue teniendo un significado. Ningún recuerdo es lo bastante dulce para diluir la tristeza instalada en el tono de voz, en la mirada lejana, cuando, como él, en sus años de juventud, había colocado la esperanza en una metáfora que alguna vez fue llamada guerrilla.

 

 

 

IV

Bastó una tarde en que yo, sintiéndome orgullosa de mí, me entrevisté con él en la cafetería de la facultad. Mientras aguardaba su llegada yo leía La mujer zurda. También yo me sentía zurda porque tenía bien claro el tránsito a lo que en aquel momento era mi razón de ser: la escritura. Yo bebía café, y mientras lo aguardaba, de nuevo en silencio aparecía el grito aprendido de la misma Cixous: “Primero, ella muere. Después ama…Y sin embargo escribe”.

 Lo esperé, y reconozco que mi emoción era una simple cuestión de extrapolación. Él me unía a aquel coetáneo que yo adivinaba sentía atracción por mí; aquel argentino que no era ni EGL ni ECL. Cuando el EGL llegó, lo reconocí de inmediato, yo había asistido a una conferencia impartida por él.

 

 

 

IV

El jueves ansiaba, en la Facultad, encontrar a un hombre. Deseaba reencontrarme, fusionar la historia de algún EGL o ECL con la memoria que habitaba en mi cuerpo y que, recién había descubierto se llamaba pasión. Lo supe por un ECL boliviano.

Yo caminaba con el deseo contenido, era una exaltación de los sentidos, necesitaba besar a alguien. Inventar escarceos vueltos historia. El apareció: rostro serio, mirada perdida. Un hombre alto, con la boina puesta.

Lo divise, quizá tres metros de distancia. En ese momento sentí que yo también era una mujer altamente triste, sentí que mi deseo por todos y por nadie no era sino una patética expresión de mi soledad convertida en epístola sin remitente.

Mis pasos lentos tratan de alcanzarlo.  Mis pasos se disuelven. Vuelvo a pasar a su lado y en silencio le digo: “Hola, que gusto encontrarte.” El mientras tanto, sin reparar en mi presencia, sacaba de su portafolio aquella novela de la que le hablé meses antes: La mujer zurda. Me doy la vuelta. Sé que ahora sin saberlo en ambos está la tristeza de la que escribió Duras, esa mirada que cree tenerlo visto todo. Vidas hastiadas / vidas silencio. La muerte cíclica aun en los cuerpos que se creen vivos.

 

 

 

V

Hallé al centroamericano una semana antes de que una variante de un EGL se marchara; una semana antes de que un hombre de cincuenta años que me había relatado sus años de persecución política siendo niño, fuera parte de las tonalidades de la soledad.

En mi libreta de la tortuga revivida ya estaba anotado por mi puño y letra aquella historia que podía ser el rompecabezas de la historia de un continente: Casas cateadas, metralletas apuntándole para obligarlo a que dijera dónde estaba el padre  guerrillero. La variante del EGL había sido una especie de amante. Pero se iba y su historia ya la había registrado también en mi cuerpo. Su cuerpo y el mío, imaginé, ya habían entrado en comunión y podía marcharse. Otros exilios también quedan tatuados en la piel.

 Una cena preparada, una botella de vino, dos copas recién compradas, y, sin embargo, la evanescencia de su cuerpo, de su voz, de sus besos que hacían que los mares aparecieran en mi cuerpo. Se marchó sin despedirse. La cena quedó servida. El vino se disolvió en cualquier alcantarilla del olvido. Y yo vi que al tiempo que tenía un texto también tenía una pequeña herida en mi nombre. Ninguna persecución militar, sólo la huida por saber que quizá había llegado el tiempo de morir durante unas horas para después volver a volcar mi deseo, mi ternura, sus palabras en la libreta, que he dicho era de la tortuga revivida.

 

 

 

VI

Desee que Ariadna fuera la destinataria de mis cartas oxidadas; pero ella había decidido colorear las flores desojadas en el país de los absolutos arcoíris. Un país al que aún no me atrevía a entrar; ni siquiera tenía claro si yo era capaz de tramitar el pasaporte para entrar cabalmente a aquellos colores, destellos, deseos.

 

 

 

VI

Una semana antes de que la partida del hombre de cincuenta años tomara forma de exilio apareció de nuevo aquel EGL centroamericano. Me atreví a acercarme a él. Le sonreí. El parecía no reconocerme. Lo saludé y me ofreció disculpas. Lo mismo hice porque durante meses él me busco, me mandó correos, me envío sus relatos y yo a partir de la lectura de los mismos comencé a guardar su nombre en la carpeta llamada resquicio de la ambigüedad.

Acordamos una cita para comentar sus relatos de aquellas épocas de un continente utopía – libertad- sueños rojos.

 

 

 

 

VII

“No tengo nada que decir sobre mi muerte” “Mi escritura tiene varias fuentes, varios soplos la animan y la arrastran.” Esos soplos están directamente relacionados con los que, en la adolescencia, yo poeta asexual, acumulé acerca de un país llamado Nicaragua. En efecto era como si también una historia que en apariencia no me pertenecía se adhiriera a un tiempo subjetivo a un todavía no. Un padre obrero. Un padre que viajó en 1964 a aquel país centroamericano. Un poeta llamado Ernesto Cardenal descubierto a los dieciséis años. Una revista comprada a los veinte, dedicada a la poesía nicaragüense. Mis fuentes en efecto eran esos recuerdos desdoblados, anhelados, inventados. Cruce de tiempos y postales que mi padre obrero mandaba, desde Nicaragua, a mi madre. Postales rescatadas del invierno, de las tumbas en las que puede ser transformado el olvido. Una historia relatada por mi hermana, de un tal Sandino. Un noticiero visto diariamente en 1979, cuando yo niña  preguntaba a mi padre obrero ¿Por qué no quieren a Somoza? Una niña, una mujer, un soplo de escritura, una fijación en la muerte de la historia y al mismo tiempo un renacimiento de la memoria. Un collage de postales apócrifas y verdaderas. Poemas, epigramas. Una fábrica en Managua en la que un obrero mexicano se enfrentaba a un universo plagado de nostalgia.

Nada tengo que decir sobre mi muerte, sólo que pude escapar, mediante las palabras, de la tumba cavada por los murmullos del pánico y del frío. Nada tengo que decir sobre mi muerte sólo que un día halle a un boliviano que en 1979 viajaba a Nicaragua para llevar libros que algunos habían adjetivado como prohibidos: libros llevados a los que él llamaba camaradas. Tenía historias vertidas en el papel, en la pantalla de una computadora  ¿y mi cuerpo? En mi cuerpo también hay un mapa para escribir la historia, para jugar a la memoria, para besar los sueños que creímos diluidos.

 

 

 

VIII

Necesito mirar la fotografía de aquel EGL. Necesito mirar el rostro de un hombre que por años por años esperé, aquel exguerrillero nicaragüense cuya voz conserva la cadencia de alguien que durante su juventud viajó al país llamado revolución y que quizá por años adhirió sus palabras, su mirada en la humedad de la palabra anhelo.

Las palabras se entretejen. Sus palabras se entretejen con una historia que acaso yo había leído en un libro de historia. El me ofrece sus archivos, los abre ante mí y él es parte de la historia, permanece con una pléyade de acciones, de historias que quiero verificar a través de su mirada, de sus labios. Leo los textos, los leo conforme a avanza aquello que hemos creído tiempo. En el tiempo en que él combate yo me introduzco en sus sueños, aunque él no lo sepa, y me poso junto a él con mis seis años en un país centroamericano que conocí por mi padre.

Algo se teje a la par de los significados de las palabras, algo que me hace desear que él me mire. Dejo de ser aséptica por una tarde. Dejo de ser la lectora pura y quiero viajar con él en otro texto, en otra historia. Le pido un abrazo y pienso en que es el momento para cruzar su parsimonia con mi cuerpo, de cruzar las postales que mi padre le mandaba a mamá en 1965. Me lanzo a su cuerpo aún con esa última historia trabajada y comentada en un sábado en que mi deseo es una palabra y mis palabras son besos para su melancolía.  

“Un deseo buscaba su morada. Yo era ese deseo” “Yo era la pregunta”: calma / persecución….”

No sabía cuál era el destino de aquel deseo surgido ante ese EGL. Yo sólo divisaba nuestras pieles juntas, un montaje llamado abrazo, un montaje llamado beso, una representación llamada ternura. Conato de deseo vuelto muerte, conato de tacto vuelto nuevamente  ausencia… Él se va. Apresura el paso. Apresura la calma. Los besos una equivocación de la memoria. Los abrazos un error en la táctica de los encuentros.

Yo, acaso, también hice un montaje pare mí. En la libreta del pez tortuga escribí otros significados de la palabra insurrección. Era la revuelta de los significados. El EGL, como los otros, le dio a aquella tarde el exacto color ocre a los exilios en la ciudad. Es la historia evanescente de los cuerpos, de sus cuerpos, de los ellos. Su historia la tengo… la escribo, la reinvento, la capturo.

“Tuve miedo”. Releo las palabras de Cixous: “A causa del miedo reforcé el amor”. Demasiadas muertes en mis tardes, en mis noches, en mis otras libretas de las estrellas mares… La revolución murió una tarde. ¿La revolución? Murió a cada paso Yo, alguna vez, también grité consignas para defender la luz.

Como un tumulto, las ausencias, como una legión las cartas oxidadas. Mi cuerpo humedecido en medio del desierto. Leo en voz alta, cada vez más rápido el texto de Cixous. Estoy lista para claudicar. Estoy lista para ser insurrecta dentro de la insurrección. Tengo tatuada la soledad y sin embargo, escribo. Tatuada una Nicaragua relatada por su voz y por lo que ahora es otro cuerpo ausente. Otra muerte nadando en el océano de la vida, por eso escribo…

 

 

 

IX

La poeta dejará de perfumarse con aromas que han dicho sólo deben usar los hombres. La poeta se cree insurrecta y gasta una buena parte de sus ahorros en un almacén que en otros tiempos hubiera adjetivado como pequeñoburgués. Un perfume propio de su defección. Un perfume caro, made in France. Un perfume que sólo las mujeres pueden usar.

Tatuada la voz y el aroma de aquel perfume que habían lanzado en otro siglo, en la época de una Europa vacía de utopías y de amor, Ella la poeta asexual deja de ser aséptica. Inventa un ritual para comenzar la novela de las guerrillas ocres; se perfuma se maquilla, sigue leyendo en voz alta. Mira la fotografía del EGL. La fotografía se deshace, se diluye. Acaso esa foto fue un mero recorte de periódico… Después ella se envuelve en su nuevo aroma, aquel de la Europa rota. Ella muere, está inmóvil, está rota y sin embargo sabe que pese a cualquier muerte no dejará de escribir.