Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Cine, literatura y alcohol

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Por Ulises Paniagua

16 Junio 2020

El vicio del trago ha sido recurrente en su aparición en las distintas artes, crónicas, e incluso mitologías antiguas y posmodernas. Es frecuente oírlo mencionar en canciones de corte popular; si no, preguntémosle a José Alfredo Jiménez y José José (reyes del bar, del imperio de los trasnochados), para conocer “cómo se alza la copa para brindar por ella” y se termina “rodando de allá para acá, siendo de todo y sin medida”.

La relación de la botella con la literatura, en primer término, y en forma tal vez más estrecha con el cine, hacen del romance etílico una experiencia estética y emocional que nos estremece y seguirá estremeciendo. El vino a través de los libros aparece ya en libaciones y liturgias que aqueos y troyanos ofrecen, para sus vengativos dioses, en la Ilíada de Homero. Tiempo más tarde será célebre su aparición en las “Rubaiyat”, de Omar Khayyam (Siglo XII D.C.), texto en el que parece inspirarse Charles Baudelaire, en plena modernidad, para escribir sus flores malignas y sus paraísos artificiales. Allí, en palabras del escritor francés, la sustancia misma celebra su ingesta en el cuerpo de un ser humano. Escribe Baudelaire:

“Una noche, el alma del vino cantó en las botellas: “¡Hombre, hacia ti elevo, ¡oh! querido desheredado, / Bajo mi prisión de vidrio y mis lacres bermejos, / Una canción colmada de luz y de fraternidad! (…) Pues que experimento un regocijo inmenso cuando caigo / en el gaznate de un hombre consumido por su labor, / Y su cálido pecho es una dulce tumba / en la cual me siento mucho mejor que en mis frías bodegas.”

En tiempos más recientes Ernest Hemingway hace popular para el mundo, con su asiduidad, dos bares cubanos: “El Floridita” y “La bodeguita de en medio”. Afirma, en medio del júbilo de un mojito y una botella de ron: “Bebo para hacer interesante a los demás”.  Malcolm Lowry se vuelve imperecedero como turista ebrio (y de paso inmortaliza a Oaxaca) en su libro “Bajo el volcán” -crónica de un crónico consumado (1947)-.

Me gustaría citar, en este punto, un texto poco conocido, pero no por ello menos interesante: el del narrador y poeta uruguayo radicado en México, Saúl Ibargoyen. En su novela “La última copa”, Ibargoyen describe las aventuras, pero sobre todo las desventuras de un adicto. En gran medida la novela es autobiográfica, narra los difíciles episodios que tuvo que sufrir hasta que decidió convertirse en un abstemio. Saúl dice que “un borracho no tiene nombre”, y describe uno de esos confusos y largos pasajes, de vuelta a casa después de perderse temporal y espacialmente en una cantina de mala muerte:

“…una mujer todavía joven, sin rostro reconocible o conocido, lo sacudió a medias para despertarlo. ¿Cómo traspasó o traspasaron el zaguán, el vestíbulo y el antecomedor?, ¿quién lo sabrá? ¿Cómo terminó tirado en la cama doble, de pantalones desajustados, camisa arrancada y un zapato solo?, ¿quién lo podrá saber?”.

Acerca, además, del famoso monstruo del escusado, ese traidor revolvimiento de estómago, añade con crudeza:

“El charco púrpura de la vomitada era como un espejo desmenuzado en trozos y salpicaduras brillantes y hediondas (…) El efecto se produjo rápidamente; las tripas se revolvieron como víboras en un fuego implacable y estallantes emitieron vinos y licores en fermentación. Una sola explosión gástrica alcanzó para higienizar brutalmente el triperío; el piso de la cocina recibió en sus equilibradas baldosas aquella acerba hediondez”

Para cerrar el viaje literario, podemos resumir que la relación de una gran cantidad de autores con este delicioso pero asqueroso tormento, se resume en una frase de Stephen King: “¿Qué si bebo alcohol? ¿Qué parte de ´soy escritor´ no ha entendido?”.

Es pertinente, también, hablar del alcohol como una de las formas del suicidio, además de tornarse un asunto de redención o muerte. Charles Bukowski comparte, en alguno de sus libros: “Siempre voy a los peores bares esperando que me maten, pero lo único que consigo es volver a emborracharme”. Es decir, el bebedor tiene la oportunidad de decidir en un momento de su autodestrucción si desea recuperarse o continuar el proceso del aniquilamiento, hasta llegar a la tumba.

En este sentido, el cine ofrece grandes ejemplos. Uno de ellos, la película “Días de vino y rosas”, de 1962, dirigida por Blake Edwards, protagonizada por Jack Lemmon y Lee Remick. La historia gira en torno a un matrimonio que se inicia de manera sutil en las trampas del alcohol. Él es un bebedor ocasional quien se brinda (válgase la ironía) la oportunidad de ejercer su adicción en reuniones y eventos sociales. Ella detesta las bebidas enervantes, en un inicio, pero se vuelve cercana a la copa por fidelidad a él, su esposo, para hacerle compañía. Al inicio, todo es celebración y risas, hasta que el asunto va convirtiendo a los personajes en seres descuidados, irresponsables e iracundos, sin que ellos puedan notarlo. Al final, uno de los dos consigue rehabilitarse, dejando a la pareja sumida en la oscuridad del vicio, es decir, resulta incapaz de rescatarla de la propia inducción.

Otra película que se acerca a las tempestades del alcoholismo es “Adiós a la Vegas”, de 1995, dirigida por Mike Figgis. En ella, Nicholas Cage protagonizada a un guionista de cine quien tras el abandono de su mujer y su familia ha decidido consumir su sueldo y sus días, botella tras botella, hasta morir. En el camino, se enamora de la hermosísima Elisabeth Shue, una prostituta que intentará traerlo de vuelta desde los infiernos personales, en un romance que linda entre lo sublime y la desesperación. La decisión del suicida, aparte de trágica, suele ser inexplicable.

Como cierre de este artículo, en la búsqueda de desentrañar el misterio del por qué bebemos (aunque hay respuestas psicológicas y psiquiátricas al respecto), debemos citar al personaje al que visita “El principito” en la célebre novela de Antoine de Saint-Exupéry. De visita en otro planeta, el niño le pregunta a un beodo por qué se empeña en empinar el codo. El otro, contesta: “Bebo para olvidar”; “¿Para olvidar qué?”, pregunta el chico. “Que siento vergüenza”, responde el ebrio, “¿Vergüenza de qué?”, insiste el pequeño. “Vergüenza de beber”.

En fin, que después de la lectura de este artículo es posible que necesiten anestesiarse con una copa de vino o una cerveza bien fría. Se bebe porque hace frío o porque hace calor, porque se siente euforia o una profunda nostalgia. De cualquier modo, les recomiendo cuidarse, para que no terminen su vida visitando las Vegas, en un último viaje, o consumiéndose en uno de los separos de Alcohólico Anónimos.

Salud.