Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Máscara

MASCARAS 2

Autor: Noé Vazquez 

Puede ser a media tarde cuando en alguna carretera del llamado Triángulo Rojo en el estado de Puebla se ve circular una pequeña camioneta tipo cargo van refrigerada que transporta productos de una compañía de lácteos. La ve pasar el grupo de personas que se encuentra en la parada del transporte público y también los pasajeros de un microbús que para este momento parte hacia su destino. Para nadie es un secreto la presencia de los cárteles por la zona. Saben que sí te levantan, —porque eso es lo que sucede, te harán un levantón— será imposible que regreses vivo. Ya te cargó la chingada entonces. Todo indica que van a subir a alguien. Una troca tipo Lobo acelera y se adelanta a la cargo van y le cierra el paso. La camioneta refrigerada desacelera para evitar una colisión, otra camioneta se coloca por la parte de atrás. Se escucha el forcejeo de motores y el rechinido de las llantas que queman el pavimento. Ambas trocas han hecho que se detenga el repartidor de lácteos. De las trocas se baja un grupo de rufianes embozados con paliacates, deben ser cinco gatilleros, llevan playeras negras, usan armas largas tipo cuerno de chivo, se abalanzan como perros entrenados, uno hacia el habitáculo del chofer mientras que otro corta la salida por la puerta del copiloto. El resto de los hombres hacen guardia. «Órale hijo de la chingada, ya te cargó la verga», es la sentencia que pronuncia uno de los atacantes. Con la culata del arma golpea del cristal. Los transeúntes y los pasajeros verán que una fuerza arrebata al joven chofer y lo saca de su transporte. No es posible advertir a los atacantes, no son personas, son sombras demoníacas con paliacate en la cara. Se lo van a llevar. Se robarán la carga y el dinero en efectivo. Se llevarán todo. Lo subirán a una de las trocas, le vendarán los ojos. Lo arrebatarán de su familia, de sus amigos, de alguna mujer  que pudo amarlo. Lo que vemos cuando se lo llevan es su rostro como una máscara de miedo que dibuja los sucesos que le esperan. Dentro del microbús que avanza, una señora humilde, vecina del lugar, sabe lo que pasará y empieza a murmurar algo, parece un responso. Los pasajeros observan en la ventanilla la máscara de muerte del joven chofer. Ahí, en ese rostro, ven la personificación del miedo. En esa cara están todos los tiempos conjugados y saben que no existe el tiempo feliz del regreso posible o la justicia pronta. La señora humilde intuye, porque no le queda de otra, que sólo es posible rezar. Dobla sus rodillas como si se desplomara, se encomienda a los santos, pronuncia un Padre Nuestro casi con la garganta cerrada por la impotencia, suplica por la vida del extraño que se llevan. Todos han visto el terror en ese rostro que transparenta la idea de una vida que fue y que en esos instantes es la máscara de un asesinado que se despide de todo y que parece decirnos: «No dejen que me lleven, por favor». Se adivina esa súplica y todos saben que nadie puede hacer nada. Todos los testigos del evento pensarán en la memoria de esa máscara: la búsqueda de un empleo en la compañía de lácteos, la alegría de su madre por el nuevo trabajo, la satisfacción de obtener algo, por lo menos un ingreso estable. Todo ello termina aquí, con la certeza de que a partir de este momento su vida le pertenece al cártel. Será torturado hasta el cansancio por sus verdugos, descabezado para escarmiento del cártel enemigo, y por último, lo que quede de su despojo, disuelto en ácido por algún «pozolero» de la zona. No quedará nada, salvo que por muchos días escucharemos un hocico gigantesco en nuestra cabeza gritando: «No me maten»,  y la imagen de una máscara de muerte que veremos  incluso con los ojos cerrados.

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