Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

AGUACATES

Autor: Leonel P. Mosqueda

 

«Se levantó, desayunó y salió a trabajar.  Realizó esta operación todos los días»

Si este fuera mi epitafio, nadie dudaría que fui feliz.

Es jueves, hay poca actividad en la oficina. En Radio Universidad transmiten un programa especial sobre Albert Camus. La locutora explica que el filósofo abordó aspectos profundísimos sobre la condición humana «…como el hecho de que seamos el único animal que sabe que morirá» dice, acentuando el hallazgo. ¡Qué idea más profunda! Pienso, rascándome la piocha, atento al programa. Media hora después me sigue pareciendo una idea muy profunda: caray, que seamos el único animal que sabe que morirá, eso debe darnos alguna ventaja sobre otros animales. Pero termino encallado en la duda, porque el programa termina y ni la locutora ni Camus explican por qué somos el único animal que sabe que morirá, y por qué actuamos como si no lo supiéramos, o como si no nos importara.

Sé que voy a morir, pero eso no me ha dado ninguna ventaja sobre nada.

Regreso a mis labores.

Atiendo el noticiero de finanzas, redacto con cuidado la última fluctuación en las tasas de interés. Procuro la rutina, el paroxismo silencioso. Hace tiempo que ignoro sin remordimiento el sexo y los amigos, los cigarrillos y las diversiones que exijan levantar un teléfono, abrir una puerta o preguntarme sobre la vida. Sólo me falta dejar de pensar. Confieso -con algo de vergüenza- que a veces me da por pensar, y el pensamiento se infla, tiembla, se endurece como una piedra en la cabeza (una piedra en el ojo dolería menos). Entonces debo escribir lo pensado. Escribirlo hace que pese menos, que pueda –al menos por un rato- hacer mis cosas.

Trabajo redactando noticias.

A las 6:30 a.m. preparo café y desayuno una torta de jamón, todos los días.

Masticar una torta de jamón con mucho aguacate es una sensación maravillosa, mística.

El último viernes del mes voy a casa de Armando a beber güisqui y comer tortas de jamón. Armando es matemático, filósofo y teólogo. A veces me pregunta por qué creo en Dios. Siempre contesto lo mismo:

—Creo en Dios porque inventó los aguacates —siempre, siempre contesto lo mismo. Tengo fe.

Redacto muchas noticias en la agencia de noticias.

«Mueren cien mil personas en Haití»

Trato de imaginar cómo han podido contarlas a  todas.

«La felicidad es una desgracia» escribió algún palurdo en twitter antes de suicidarse.

8:40 a.m.

Hora de mi segundo café con leche y mi concha de vainilla. Adoro esos panes esponjosos que transpiran azúcar.

Coloco mi taza bajo el surtidor de café. Escucho su borboteo caliente y el mundo se reconstruye, incólume y hermoso, hasta que un monitorista de Espectáculos se acerca –demasiado: siento su respiración en la nuca-, y me observa. No soporto las cercanías; siempre tengo la impresión de que alguien va a enterrarme algo filoso en la nuca o en las costillas.

—Es dura la tragedia de Haití, ¿no crees? —dice el monitorista de Espectáculos y me toma del brazo (para qué, ¿para expresar fraternidad, simpatía? ¿Para enterarme de sus visitas al gimnasio? ¿Para comprobar que mi brazo es blando y débil comparado con la dura y fuerte tragedia de Haití?). Casi derramo mi café.

—Es horrible cómo sufre esa gente ¿no crees? —creer… esa palabra. Entonces YO me pregunto por qué ÉL me pregunta sobre gente que hace unos días nos interesaba un carajo.

Tuvieron que morir cien mil haitianos para que un desconocido de la oficina se aferrase a mi brazo. ¿Alguno de los cien mil haitianos habrá leído a Camus, alguno de ellos sabría que moriría?

Quiero regresar a mi escritorio, estar en paz; ejercitar el paroxismo silencioso, pero el monitorista de Espectáculos espera mi respuesta. Quizá piensa que soy un grosero o un idiota porque me he quedado callado, contemplando la cafetera con devoción, como si fuera Dios… ¡No! la cafetera es superior a Dios, porque todas las mañana le aprieto un botón y me ofrece un agua oscura que me despierta y me da energía, pero Dios nunca me ha despertado ni me ha dado energías.

¿Dónde está el botón de Dios?

El monitorista de Espectáculos suelta mi brazo; sabe que le debo una respuesta. Lo escucho pensar «Oye  ¡me debes una respuesta!» y entro en pánico: es difícil deberle a alguien por algo que no has pedido. Yo sólo quería tomar mi segundo café para acompañar la concha de las 8:40. Pero debo ser valiente, arriesgarme a decir los tópicos del día: «Haití, Santo Cristo, es terrible. Sí, Haití… y la humanidad, sí, la humanidad es terrible, sí… la solidaridad, la ayuda, la política, terrible… terribilísimo, sí…»

Debería decirle también que los capturistas de Monitoreo ya fueron a mi escritorio, que ya doné el diez por ciento de mi sueldo para ropa y comida, que mi alma ya cotiza en el cielo.

Debería decir también que todos los días, en cosa de minutos, mueren cien mil personas, quizá más, pero es necesario verlas juntas, ver sus brazos y torsos y rostros revueltos en su muerte, para que el corazón se apiade.

La piedad siempre exige un rostro.

No hay manera de ablandarse si no vemos, en el rostro que sufre, alguna relación, un parentesco del dolor o el miedo.

El pasado viernes era día de beber güisqui y comer tortas de jamón en casa de Armando. Entonces la recepcionista me hace una seña, un poco sorprendida de que yo recibiera una llamada. Era Armando.

­—Lo siento amigo, pero debo cancelar de última hora. Voy al centro de apoyo a los hermanos haitianos.

—Caray. No sabía que tenías hermanos haitianos.

—Todos en este mundo son mis hermanos.

—…

—¿Lo dejamos para el próximo viernes?

—Está bien —le dije. Colgué y regresé a mi mesa, tratando de sacudirme la incestuosa frase “Todos en este mundo son mis hermanos”.

Esa misma tarde Armando me cuenta por teléfono –mientras mastico mi torta de jamón con su demiurgo aguacate- que una señora que se puso furiosa porque, luego de entregar unos pañales genéricos, escribieron mal su nombre en la lista de donadores.

«Nota mental –pensé-, la piedad exige un rostro, y además un nombre». No imagino a un casco azul de la ONU diciendo a una madre haitiana: «Estos pañales fueron donados por doña Fulanita; le envía saludos» me sorprendió la necesidad de aquella mujer por tener una identidad. Dudo que ella supiera los nombres de los cien mil haitianos muertos.

No sé cuánto tiempo llevo pensando estas cosas, pero el monitorista de Espectáculos me mira como a un loco. Trato de ganar tiempo girando la cucharita en el café, muy despacio, pensando en esa respuesta que le debo. ¿Apelaré a la franqueza? Sería lo mejor. Debería decirle que si mañana, a las 6:31 a.m. la humanidad fuese borrada del planeta por –digamos-  un manotazo colérico de Dios, lo único lamentable sería que mi torta de jamón no llevara aguacate. Eso me ocurrió hace un año. Lo recuerdo claramente porque sucedió en medio de una tragedia: el chico que llevaba las tortas a la oficina fue brutalmente apuñalado. Se resistió al asalto, y falló. Su cuerpo -abierto en canal junto a la motoneta de entregas- acaparó la portada del periódico local.

La oficina estaba consternada. Cuando el nuevo repartidor tocó el timbre del edificio, una ola de oficinista curiosos lo abordaron, improvisando una rueda de prensa en el área de fumar. El chico disfrutaba de su momento de fama con las monitoristas, que lo escuchaban con asombro mientras yo abria la bolsa de entregas ¿y con qué me encuentro? Con dos panes vulgares aplastando un pedazo de jamón insípido. Sentí rabia. «Este chico es un imbécil. Claramente le dije: torta de jamón con mucho aguacate». Estuve a punto de romper la rueda de prensa y soltarle un puñetazo, pero vi su rostro: un rostro iluminado por el nerviosismo de tener a tantas chicas guapas escuchándolo con interés, incluso con admiración (alguna le dijo que era un valiente por continuar tan peligrosa labor de entregar tortas, sin aguacate). En fin. Preferí tragarme mi coraje y escribir en mi diario:

«Una torta sin aguacate es motivo suficiente para renunciar a Dios, para desear la extinción de la humanidad» luego me arrepentí, pensando que maldecir a la humanidad por la ausencia de aguacate podría causar una catástrofe, como el aleteo de una mariposa que provoca un tifón al otro lado del mundo, o un temblor en Haití.

Sigo pensando en estas cosas mientras el monitorista de Espectáculos espera esa respuesta que le debo (y que aún no sé por qué se la debo). De pronto soy salvado por su teléfono celular. «Disculpa» dice, y corre al patio.  En la oficina las ondas hertzianas interrumpen las llamadas. Todos se quejan de la mala señal. Les parece irónico que una agencia de comunicación tenga problemas de comunicación. Yo también me quejaría si tuviera un teléfono, pero hace años que no tengo. El último se murió de viejo y no me alcanzó el valor para comprar otro: he perdido la costumbre de cargar con un aparato que me interroga y me vibra junto a los testículos de forma inesperada.

La jefa de Edición me preguntó un día:

—¿No tienes celular? ¿Y cómo te localizan? —lo dice como si no tener celular fuera peor que no tener ojos o piernas, o fe.

Contesto lo mismo, siempre:

—La gente me localiza porque siempre hago lo mismo, todos los días. Siempre.

—Pero no tener celular es un problema.

—Oh, sí. Debe serlo para los que me buscan, pero nadie me busca.

«Eres un tipo miserable» pienso que piensa la jefa de Edición. «No, no soy miserable» pienso que pienso yo mismo «quizá soy asesinable. Soy el hombre más asesinable del mundo: mi asesino sólo tiene que ir a mi trabajo por la mañana o a mi casa por la tarde».

El monitorista de Espectáculos que me exige responder por los muertos de Haití sigue hablando en el patio. Debo apresurarme, porque son casi las 8:43 y si no me apresuro, mi concha de la 8:40 ya no estará fresca y esponjosa. Estoy a punto de lograrlo, llegar a mi escritorio y evitar más contacto humano. Pero cometo un  error, uno muy grave: volteo hacia la pantalla de la monitorista de Internacionales, veo un centenar de haitianos, todos tirados en un paraje abierto y verde. Sólo están ahí tirados, tomando el sol, mientras una periodista de CNN con un enorme micrófono esponjoso les pregunta cómo se sienten. Un haitiano dice que lo ha perdido todo: familia, casa, empleo… «La ropa que traigo, señorita, es todo lo que me queda en la vida» Dice el haitiano recostado en el pasto mirando al horizonte: el hermoso páramo abierto y verde. No puedo evitarlo. Siento una envidia tan fuerte que me produce un dolor físico. Sí, pienso en lo maravilloso que sería no tener casa ni familia ni empleo; ser libre para tumbarse en el pasto a mirar el atardecer masticando una varita.

—¿Puedes imaginarlo? —pregunta la monitorista de Internacionales— Un dìa sales al trabajo como cualquier día normal, y de repente ¡plas! te quedas sin nada, sin trabajo ni casa ni familia ¿Puedes imaginar eso?

—No, por más que lo intento —digo— no puedo imaginarlo.

—¡Ah! Pero eso no es todo —dice la monitorista de Internacionales muy acongojada—. Escucha esto: La ONU ha declarado que cada tres segundos un niño muere de hambre en el planeta… ¿puedes imaginarlo?

No sé qué contestar. Esta chica me pide que imagine todas las cosas terribles de las que se entera. Debería sonreír y pasar de largo hasta mi escritorio diciendo «Uno, dos… muerto. Uno, dos… muerto», pero la monitorista de Internacionales levanta las cejas, quizá  para dramatizar su congoja.

—¿Puedes imaginarlo? —Continúa— ¡Cada tres segundos!

Cada tres segundos… «Santo Cristo –pienso– ¡por qué el proceso es tan lento!»

Miro el reloj: son las 8:43. Ha pasado el tiempo de forma inexorable y debo resignarme, aceptar que en tres minutos han muerto sesenta niños; que debo permanecer tres horas más en la oficina mientras los haitianos toman el sol recostados en el pasto viendo el atardecer, rascándose el ombligo. Y lo peor de todo: aceptar que mi concha de las 8:40 ha perdido irremediablemente su frescura… cómo es posible tanta crueldad ¡Qué dios permite que una concha pierda tan pronto su frescura!

—Es una tragedia… una gran tragedia —le digo a la monitorista de Internacionales, y trato, con toda mi voluntad, de llegar a mi escritorio, pero el monitorista de Espectáculos ha terminado su llamada y ahora regresa muy contento. Me aborda de nuevo, vuelve a tomarme del brazo (¡Y casi vuelvo a derramar mi café!).  Me informa –con el asombro de una primera plana– que la nueva editora de Video asistirá al próximo viernes de karaoke, y ya entrada la mañana, ha prometido que seguirán la fiesta en su casa. Fuentes confiables revelan que le gusta mucho el vodka y la fiesta y los chicos musculosos; también se especula que el fornido monitorista de Espectáculos y la nueva editora de Video podrían emborracharse y tener sexo.  Es probable que, con algo de suerte, incluso lo disfruten.

El monitorista de Espectáculos me informa todo esto muy excitado, pero no me invita a la fiesta, y no es por descortesía. En la oficina saben que no voy a fiestas. Al principio era incómodo decir cada viernes «no, gracias». Luego redujeron la invitación al último viernes del mes, recibiendo la misma respuesta: «no, gracias». Ahora sólo me invitan a la fiesta anual de la empresa. Entonces me permito un oscuro chiste de oficinista; en honor a Bartleby el escribiente, respondo que preferiría no hacerlo.

Así ellos cumplen con el protocolo y yo mantengo incólume la rutina, como un grupo de payasos que hemos perdido la gracia. Aunque todavía quedan reminiscencias de ofendidos que califican mi actitud como  «poco participativa y discordante con las políticas in-ter-re-la-cio-na-les de la empresa» (karaoke de bar, fútbol rápido, convivio dominical; y entre semana, la hora del cigarrillo platicador); pero con el tiempo hasta los ofendidos han aprendido a ignorarme con diplomacia. Saben que podrían organizar un evento en mi casa, y no estarían obligados a invitarme.

A veces me cuesta imaginar que así ha funcionado los últimos cuatro años; y pudieron pasar muchos más, de no ser porque hace unos días -debo confesar, con renovada vergüenza-  sentí la pesadez de mis negativas. Todo empezó con la siguiente idea: si mi relación con los compañeros laborales es incómoda y desesperante, ¿por qué no hacer un pequeño cambio y experimentar esa incómoda desesperación en un lugar más agradable? En una fiesta, por ejemplo. Ahí podría sentirme incómodo y desesperado, pero al fragor de un trago y buena comida.  Era como preguntarse si podría ver la misma horrible película de todos los días pero en un sillón reclinable. La idea me entusiasmó, vaya que sí. Por eso decidí cambiar radicalmente mi respuesta, y la cambiaría en un momento importante, un momento que causara expectativa en los demás. Ese sería mi propósito: compartir la última fiesta del año con mis compañeros de oficina.

 

Llegó el día.

Todos trabajaban con un ojo en la pantalla y otro en el reloj de pared. No había notas que redactar, pero sabemos fingir muy bien alguna actividad, sobre todo al final de la jornada. Yo estaba muy emocionado por las posibilidades de asistir a la fiesta y, por primera vez, tuve un genuino interés en saber cómo serían esas reuniones. Prueba de ello era la camisa que había comprado para la ocasión. Era una camisa fiestera, bien elegante. La traía en la mochila, doblada con mucho cuidado.

A unos minutos para checar salida, mis compañeros se turnaban el uso del baño. Poco a poco se concentraban en el patio a fumar y platicar, muy excitados. Ya quedaban muy pocos en la oficina, recogiendo cosas de última hora,  cuando la supervisora se acercó, como todos los años, a hacerme la pregunta de protocolo.

—Yo sé que no acostumbras ir a la fiesta de la empresa, y que como cada año te vas temprano, pero esperábamos que en esta ocasión hicieras un esfuerzo por todos nosotros… —un esfuerzo ¡La supervisora me pedía que hiciera un esfuerzo! Debo reconocerlo: la expresión me conmovió. No era el discurso habitual. Esta vez, como si presintieran mi aceptación, me pedía que hiciera un esfuerzo. ¿De qué esfuerzo hablaba? ¿Me pedirían que partiera el pastel? ¿Qué presidiera el discurso anual? Seguro se han enterado que me gusta escribir, y querrán que hable por todos los humildes trabajadores que cada año agradecen -con lágrimas vivas- ser explotados a cambio de un sueldo de risa.

—No es ningún esfuerzo, al contrario. Te agradezco que me consideres —recuerdo que dije, ya con la mano en la mochila, listo para correr al baño y ponerme mi camisa nueva y estrenar mi loción. Por fortuna fui prudente y esperé que la supervisora terminara su discurso…

—Me alegra que aceptaras. Como sabes, tenemos clientes que piden notas de última hora. Casi nunca sucede, pero pagan el servicio nocturno y alguien debe cubrirlo.

—Oh… entiendo.

—Y necesito que antes de medianoche apagues los servidores, y cierres con doble llave —dijo, extendiéndome su enorme llavero—. Y lo más importante: cuando actives la alarma sólo tendrás cinco minutos para salir, de lo contrario mandará una señal a la policía y nos meterás en un lío. Es muy importante que actives la alarma y salgas de inmediato ¿Está claro?

—Sí… no hay problema —dije.

—En verdad no sabes cuánto apreciamos este gesto tuyo —dijo, en nombre de toda la empresa, dándome una palmadita en el hombro. Sentí que esa palmada, con la fuerza de todos los brazos de la empresa, me aplastaba hasta dejar de mí una mancha en el piso.

 

Al terminar el noticiero de medianoche apagué las computadoras y las luces de los cubículos. Estaba exhausto, fastidiado de escuchar las mismas noticias navideñas. Sentí náuseas. Un terrible zumbido agitaba mi cabeza como un rehilete. Cerré las oficinas, abrí la mochila y encontré la camisa nueva. La extendí frente a mí. Tardé horas en escogerla y ni siquiera la había probado. Fui al baño y me la colgué. Se me veía muy bien, debo reconocer, pero sentí vergüenza, y también cansancio. Salí del baño. Me senté de nuevo, encorvado, pensando que si al menos pudiera llorar o enojarme, esto tendría sentido. Pero no podía llorar o sentirme enojado. Sólo sentía vergüenza, y cansancio, y sólo quería estar ahí sentado viendo un pequeño foco de emergencia que irradiaba una luz amarilla, y zumbaba como un hermoso abejorro. Recordé que debía activar el sistema de seguridad y salir de inmediato, para evitar que la alarma alertara a la policía. Tenía cinco minutos. Tiempo suficiente. Y de pronto lo sentí: fue un golpe, un golpe de calma. Toda la calma del mundo agolpada en el edificio. Me dejé caer en la silla del recibidor, de cara al fondo oscuro del pasillo. Era imposible resistirse. Me quedé petrificado contemplando esa cosa oscura que se perdía en el pasillo y palpitaba, tenía vida. Quise levantarme y correr hacia esa calma viva, porque estaba seguro que podría correr y correr y correr, tal vez para siempre, sin que nada me detuviera, y que esa calma oscura siempre estaría ahí, palpitando. Cerré los ojos y me recliné, con un gesto de placer, sin preocupaciones, sin que me importara nada.

 

—La próxima vez que te ofrezcas, intenta comprometerte —me dijo la supervisora cuando terminó de rendir su declaración a los policías. Estaba furiosa.

El asunto fue este: no salí de la oficina a tiempo y la alarma silenciosa se activó. En cosa de minutos la cuadra estaba rodeada de patrullas y vecinos inquietos. A media hora de ahí, mi supervisora estaba a mitad del baile de la conga, disfrutando de la fiesta anual, cuando recibió una llamada del módulo de policía. Requerían su presencia de inmediato.

Mientras tanto, dentro de la oficina, yo seguía frente al abismo sin fondo del pasillo, frente a esa calma oscura y confortable. Me sentía extrañamente feliz, como un haitiano tumbado en el pasto masticando una varita, mirando el atardecer. Pero la felicidad es una desgracia: en segundos fui atacado por un grupo de uniformados que me arrojó al suelo y me apuntó a la cabeza con sus armas largas.

Mientras era escoltado como un altísimo capo del narcotráfico, mi querida supervisora explicó que yo era un simple empleado de la empresa que no sabía activar la alarma. Los policías la obligaron a rendir declaración (la vi parlotear de muy mala gana, pensando tal vez que, para cuando regresara a la fiesta, ya se habría terminado la hora feliz y el baile de la conga). Nunca la había visto tan molesta. Fue cuando se acercó a la patrulla para decirme, con suficiente rencor «La próxima vez que ofrezcas, intenta comprometerte». Y nunca más volvió a invitarme a una fiesta.

¿Y por qué recordé todo este asunto? Ah, sí; porque justo ahora el monitorista de Espectáculos me habla de la fiesta del próximo viernes. Luce tan contento que ha olvidado nuestra conversación sobre Haití y sus cien mil muertos. Yo también estoy contento, porque ahora puedo regresar a mi escritorio,  remojar mi concha en el café con leche, saborear su cualidad esponjosa, y comer los últimos bocados de mi torta, disfrutando de la cremosa textura del aguacate, ahora un poco gris -debo admitirlo- pero con el sabor suficiente para confirmar la existencia de Dios.

Y puedo, además, escribir estas cosas sin sustancia.

Es un hecho que cien mil haitianos muertos no pueden competir contra una fiesta de viernes. Cien mil haitianos muertos no pueden competir contra un café con leche, contra una torta de jamón con aguacate, contra Dios.

Camus decía que somos el único animal que sabe que morirá.

¿Por qué cien mil haitianos muertos no pueden entender eso?

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