Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Prodigios

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Autor: Alejandro Paniagua Anguiano

16 Noviembre 2019

Mi hijo murió. Tenía siete años.

Se llamaba Damián, pero siempre me dijo que no le gustaba su nombre.

Un tipo le disparó a quemarropa a mi niño, luego de asaltar la ferretería. Antes de que se llevaran el cuerpo, le limpié la nariz y le amarré las agujetas. Esto pasó un día antes de que yo cumpliera una década sin tomar una sola gota de alcohol. Mi mujer no tuvo la templanza suficiente para asistir al funeral. Yo vomité varias veces antes de llegar al crematorio.

Pusimos las cenizas en la sala, dentro de la vitrina de pino.

Seis días después del robo, abrí de nuevo la tienda. Tenía que hacerlo.

En ese momento comenzaron a gestarse tres hechos excepcionales que sigo sin comprender del todo.

Mientras cortaba cinco metros de cable de uso rudo, rememoré con absoluta nitidez a mi niño. Recordé que debido a los documentales “cultos” o “científicos” que mi mujer nos obligaba a ver, Damián tenía una percepción que me parecía fascinante. Una vez le pregunté por qué aquel día su maestra no le puso una estrella en la frente. Con toda seguridad me respondió que sí lo hizo, pero que se trataba de una supernova; entonces, para la hora de la salida el astro no existía más. Me contó que durante el recreo, la estrella había brillado con tanta intensidad que pudo ser vista desde los salones y las oficinas, pero luego se enfrió y ya no se distinguía a simple vista. Su explicación me pareció tan conmovedora que no sentí ánimo de corregir sus imprecisiones. La voz del cliente me regresó a la realidad. Tuve que cerrar temprano la ferretería porque después de la comida el cuerpo me temblaba y tenía un severo dolor en la frente.

Dormí unas cuantas horas esa noche.

A las tres de la mañana me percaté del primer evento insólito porque una luz cerca de mis párpados me despertó. Vi de reojo mi cara en el espejo de la cómoda. Noté un objeto centelleante sobre mi frente. Entré al baño para inspeccionarlo. Era una estrella amarilla de cinco picos que me deslumbraba. Intenté tocarla, me quemó los dedos. Supe de inmediato que la aparición estaba relacionada con el recuerdo del día anterior. Si he de ser honesto, no me inquieté demasiado ni sentí miedo, lo único que me preocupó de verdad fue mi mujer. No quería que me viera con el estigma en la cara. Ella no hacía más que llorar en silencio o dormitar durante horas con el ceño fruncido. Yo no quería asustarla ni angustiarla aún más con la figura en mi frente.

Decidí esconderme durante el día en el taller del patio. Con una estrella muriente clavada en mi rostro, ordené mis facturas, hojeé una revista de materiales de construcción, arreglé un baúl roto de Olinalá donde guardábamos fotos y comí con desánimo unos chilaquiles fríos. Siempre creí que un suceso paranormal o prodigioso resultaría imposible de sobrellevar. Pero el que yo estaba viviendo ni siquiera pudo competir con la tribulación que todavía me provocaba la muerte de mi niño. En algún momento hice algo imprudente, salí a la calle para sacar del coche mi desarmador de cruz. La hija del vecino me vio, señaló mi frente y corrió hacia mí. Yo me metí a la casa a toda prisa. Gracias a ese descuido, me deshice de la teoría de que solamente yo podía ver el objeto fuera de lugar.

 

Me quedé dormido en el taller. Por la mañana, vi en el espejo que el astro había desaparecido.

Luego de un par de meses de duelo, pude dormir con regularidad. Una mañana intenté besar a mi mujer antes de ir a la tienda. Ella no lo permitió, se cubrió la boca con la manga de su piyama. Yo permanecí en silencio.

La piyama negruzca de mi esposa olía constantemente a sudor, a orines, a pesadez. Antes tenía estampadas miles de estrellas y cometas. Para entonces era sólo materia oscura, un cosmos grasiento y descarapelado. Aquella piyama era el uniforme con el que mi mujer había llorado la muerte de nuestro hijo. A veces, cuando el olor era más grande que la aflicción, mi mujer lavaba la prenda. Mientras esperaba el final del ciclo pesado, mi esposa leía y releía el libro preferido de mi hijo. Ese libro era el objeto que Damián más amaba. Lo llevaba a todas partes como un juguete. Lo único que no le gustaba era el nombre del protagonista de la historia. En ocasiones, metía su libro dentro de un carrito amarillento y lo hacía andar por las alfombras, los azulejos, los muros, por las cortinas y hasta por las tuberías del lavabo. La ira del libro era extraordinaria. Insultaba sin cesar a los conductores imaginarios que circulaban a su alrededor, los urgía a cambiar de carril, los ofendía por su torpeza para manejar, les deseaba incluso que chocaran con un árbol o que un ferrocarril los hiciera tortilla. Casi a diario, nuestro hijo sentaba su libro a la mesa y le daba de comer con una cucharita de abedul. El tomo siempre quería más berenjenas, sentía repulsión por la paella valenciana y prefería la pizza sin piña. Mi hijo regañaba a su libro de forma recurrente, lo reprendía a gritos, lo amenazaba con castigarlo. ¿Qué debía hacer un libro para ganarse un sermón? Nunca lo supe, ya no podré saberlo. Imagino que dejaba el separador tirado por ahí y olvidaba la hoja donde se había quedado. O les quitaba los puntos a todas las íes, a las jotas, a los signos de admiración y a los de las preguntas, sólo para reacomodarlos y terminar todas sus frases con puntos suspensivos. Seguro así el libro se sentía más enigmático, más abierto, cercano a lo infinito, se disfrazaba por un rato de texto sagrado. Tal vez el libro era reprendido sólo por haber cometido una travesura: como cambiarse la sinopsis de la contraportada y sustituirla por la de una obra de Dostoyevsky o de Alfonso Reyes. Yo jamás leí el libro de mi niño. Pensaba que era invadir su intimidad. Pero sí debo admitir que los cinco ojos del monstruo en la portada me intrigaban. Luego de un momento, caí en la cuenta de que otra vez me había hundido en un recuerdo muy intenso de mi hijo. Tuve miedo de que la evocación disparara un nuevo cambio. Lo hizo, el segundo suceso extraordinario se presentó enseguida. De hecho, mi recuerdo provocó que se alterara la realidad, tanto en mi cuerpo como en la casa (justo en el conjunto de libros que teníamos en el pasillo). Cuando tomé mi ejemplar de El libro tibetano de los muertos vi que apareció, debajo del nombre, un paréntesis que encerraba la frase: No me gusta mi título. Lo mismo había ocurrido con el resto de libros. Mis ediciones de El Principito, La Odisea, Cosmos y El discurso del método detestaban su nombre, igual que mi pequeño Damián. Corrí a mirar el libro con el monstruo en la portada; de inmediato me desplegó su inconformidad respecto a su título. Tuve que esconderlo para que mi mujer no lo viera. Entonces noté que mi cara también se había distorsionado: tenía yo cinco ojos como el monstruo de la portada. Me encerré de nuevo en el taller. Miré las fotos que guardaba en el cofre de Olinalá. Al observar las imágenes de Damián, lloré con mis cinco ojos. Las lágrimas mojaron partes inauditas de mi cara, me empaparon. El mensaje apócrifo de los libros y los ojos monstruosos desaparecieron al día siguiente.

Cuatro meses después del evento de los libros, me despertó una terrible acidez estomacal. Me tallé la cara con fuerza.

Vi a mi mujer y se me contrajo el estómago. Se encontraba en un estado catatónico, los huesos de los pómulos, del pecho y de las manos se le marcaban en demasía, apenas respiraba, su cara estaba cubierta de rastros de resequedad, su pelo había encanecido casi por entero, mantenía la vista fija en sus pies.

Entonces recordé uno de los juegos favoritos de Damián: yo estiraba los dedos de mis manos y se los ponía enfrente, sobre la mesa. Él me miraba y sonreía, entonces tocaba en un orden fortuito mis dedos y yo reproducía, con la boca, el sonido de unas teclas de piano. Mi hijo tocaba en mis dedos piezas simples como “Las Mañanitas” o “El ratón vaquero”, pero también algunas complejas como la “Sinfonía 3” de Mahler. Jugábamos así durante horas, hasta que él se cansaba o se me entumían los dedos.

La acidez subió por mi garganta. Supe de inmediato que el recuerdo de mi hijo desencadenaría algún efecto indeseable. Llegó entonces el tercer hecho sorprendente. Cuando me tapé la cara con las manos, noté que mis dedos se habían convertido en teclas y bemoles de piano y que emanaban sonidos musicales. Me pareció algo de verdad enojoso. Tal vez en otras circunstancias me hubiera resultado divertido, quizás hasta bello, pero en ese momento me pareció un castigo.

Fui al taller por un marcador indeleble.

Tomé después la urna con los restos de mi hijo. Taché el nombre (Damián) y escribí otro por encima. Anoté el más simple que se me ocurrió (David). La tarea fue intrincada debido a la rigidez de los dedos. Cada una de mis acciones iba acompañada de una música sin lógica, sin cadencia. Regresé a mi habitación para recostarme, entonces vi que los dedos de mi mujer también se habían convertido en teclas de piano. Ella ni siquiera lo notó o, si lo hizo, no le dio ninguna importancia. Seguía inmersa en su inmovilidad.

Con los dedos apretados, caminé hacia el bar de la sala.

Tuve que hacer demasiadas maniobras, pero al final logré destapar la botella de Herradura. Durante el proceso mis dedos emitieron sus angustiantes sonidos. Di un gran sorbo que me lastimó la garganta. Enseguida di un segundo trago que también me estropeó el estómago. Limpié mi boca. Me apreté los párpados con las manos provocando un estruendo sobre mi cara.

Pensé que los tres sucesos extraordinarios a los que me había enfrentado, aunque molestos, eran tolerables. Por otro lado: un niño rebautizado de manera póstuma, una mujer convertida en un famélico monigote y una recaída en el alcohol: esos sí eran eventos que iban a descomponer completamente la realidad.

Bebí hasta que la borrachera hizo que me quedara dormido.