Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Norte de azul

ilustracion de fer

Autor: Fernando Yacamán

16 Abril 2019

(Del libro El cuerpo de la noche,

Casa Editorial Abismos)

 

No quiero ser feliz con permiso de la policía.

Martín Adán

 

La tercera vez que terminé con Ibrahim decidí marcharme a Oaxaca. Descubrí que él me seguía cuando el camión salió del D.F. Creí que se había quedado en alguna parte del camino, pero no fue así y nos reconciliamos en una de las calles de esa ciudad.

Ahora, otra vez estamos en la terminal.

Él no se cansa de abrazarme y no lo soporto. Los pasajeros documentan su equipaje; abordan el autobús. Sabemos que ya no podemos seguir juntos, los dos tenemos a alguien más. A mí, Lázaro me espera en Tijuana, y a él, cualquier chica, en un bar o en una de sus fiestas.

Lázaro se sorprendió porque rechacé su boleto de avión. Quiero descubrir los horizontes que me llevarán a Tijuana. Él juró que me encantará su ciudad, las fiestas, las playas y, una vez al mes, el ir de compras a San Diego. Ibrahim otra vez está llorando, desde que lo conozco chilla cuando se siente atrapado y ya me hastió su drama eterno.

Este escapulario enredado en mi muñeca me ancla a la vida. Mi abuela me lo regaló una noche de relámpagos y me dormí con él apretándolo en mi puño. Desde entonces lo aprieto cuando me atormentan mis demonios y así se disipan. Ya perdió su color, cuando me lo dio era carmesí.

Los brazos de Ibrahim me envuelven, pero en cinco minutos nuestra historia será pasado. La vez que lo acompañé a su última exposición de fotografía, mientras él se pavoneaba con unas zorras grupies, conocí a Lázaro cuando contemplaba una fotografía en la que yo estoy sentada al borde de una azotea, mirando el Pico de Orizaba.

Los últimos pasajeros abordan el autobús.

—La neta, es lo mejor.

—Lo mejor para quién.

Debería quedarme callada, pero no puedo.

—Para quién más, para los dos.

—Te juré que estaría a tu lado hasta el día de mi muerte.

—No me chingues, desde hace tiempo nomás lo decías borracho. ¿Y ya ves? Pura mierda.

—Y los nueve años juntos, qué.

—Son diez y valieron madres.

—No es cierto.

—Contigo siempre es lo mismo.

—Te amo.

Sus ojos grises me ahorcan pero no volveré a verlos.

—¿Escuchas? Te amo.

Me da vergüenza, no quiero que vuelva a gritar.

No miraré atrás, se acabó la rutina: encontrar en el celular de Ibrahim llamadas perdidas de nombres dudosos, heridas en su cuerpo y distintos olores, mensajes en sus abrigos y en su correo que yo reviso frenéticamente.

El camión está casi lleno y espero que mi lugar no sea junto a esa mujer con su niño en brazos o atrás de esos dos chiquillos que se revuelcan en el piso, y ese señor con tejana que está a su lado, cómo puede estar tan tranquilo. Asiento 18, qué suerte, me tocó ventanilla y lejos del baño.

Ibrahim sigue en el andén y no reacciona. Espero no amenace otra vez con matarse o haga alguno de los desfiguros que acostumbra. Aparece un anciano flaco como calavera, mete una bolsa en el maletero, y se sienta junto a mí. Apesta a cigarro.

El autobús cierra sus puertas.

Desde el andén, Ibrahim me observa con una expresión que hubiera preferido no conocer. Dónde dejé el libro de La casa de cartón y mis audífonos. Mierda, los metí en la mochila que documenté, y ahora qué voy a hacer.

Al fin salimos de la terminal.

La mano de Ibrahim golpea la ventanilla, me duelen sus ojos ahogados y no entiendo las palabras que grita. Con más fuerza la vuelve a golpear, no le importa si rompe el vidrio. Yo sólo miraré el horizonte. Espero que el chofer no se detenga. Otro golpe, Ibrahim está a punto de reventar el cristal.

Avenida Insurgentes Norte 5 km

Cómo se atreve a seguir corriendo en la vía rápida. Lo van a atropellar, Ibrahim está a punto de volver a alcanzar mi ventanilla, el chofer acelera. Ibrahim se vuelve un punto entre los automóviles.

Al viejo calavera lo sacude un ataque de tos.

Si mi celular no para de sonar, lo apagaré.

Mensaje: quédate conmigo. Otra llamada. Segundo mensaje: nadie te va a querer como yo. Tercera llamada. Otro mensaje con las mismas pinches palabras después de cada ruptura, pero tiene que entender que ésta es definitiva.

Qué pendeja, por qué metí el libro y la música en la otra maleta. El viejo de al lado en cualquier momento se ahogará, por qué no va al baño y arroja sus flemas.

Apenas inició la película en la pantalla y ya me tiene hasta la madre. Aparece la insufrible de Drew Barrymore enamorada perdidamente de un señor maduro que podría ser Lázaro. Qué asco, mi vida metida en una película de mierda. ¿Qué tanto pueden ser veinticinco años de diferencia? Quizás sea la experiencia que necesito para sentirme en paz. Y cuándo yo tenga sesenta, ¿él seguirá vivo? Y si sigue vivo, ¿yo tendré que cuidarlo? Presiento que moriré antes. Quiero dormir. Ahora, Barrymore sufre por el pinche cabrón que no puede olvidar a su exesposa, pero cualquiera sabe su suerte: la perra acabará feliz.

Este viejo no se da cuenta que al toser escupe sobre mi brazo.

—Disculpe, señorita.

No disimulé mi incomodidad.

—No hay problema.

—¿Usted viaja a Tijuana?

Carajo, ahora quiere hacerme plática.

—Sí.

—A qué va.

Qué chingados le importa.

—Ahí vive mi novio.

—Qué raro.

—Por qué.

—Quién va a Tijuana por amor.

—¿Usted se equivocó de autobús o de asiento?

—¿Y cuánto lleva con su novio?

—Un mes.

—Es poco tiempo, pero seguro se adoran.

—No tengo ánimo de hablar.

Y si atropellaron a Ibrahim. Si después de varias amenazas ahora sí se mata. No, no, no, seguramente ya está consolándose en los brazos de una de sus amigas. Qué estará haciendo Lázaro. En cuanto llegue, le diré que en la noche quiero conocer la Calle Sexta. Y la Barrymore sigue en su falso papel de femme fatal.

Apenas logramos salir de la ciudad.

Al fin me alejo de este Distrito que se expande como cáncer, después de la caseta, continúan nubes grises, edificios, basura, gente y más gente. En qué momento se va a colapsar.

Al cerrar los párpados encuentro los ojos grises de Ibrahim, son paisaje en el que me pierdo.  Escucho su último te amo como un eco. En todo el tiempo que llevamos juntos, cuántas veces lo ha mencionado: el te amo taladra mi cabeza. No puedo respirar. También dejé el diazepam en la otra mochila. ¿Y si no estoy tomando la decisión correcta? Tal vez debería bajarme.

Que patético final. Ahora, Barrymore está en el altar con el amor de su vida. Quién se traga estas historias.

México 15D en dirección Tula Atlacomulco Guadalajara Morelia Vía Corta 0,1 km

—Despierte, nos paró el retén. Todos los pasajeros deben bajar.

Apenas tres horas de camino, ya sólo faltan 38 horas para estar con Lázaro.

—Disculpe, necesito sacar mi maleta que documenté.

—No es posible, señora.

¿Señora? Hijo de tu perra madre.

—Es importante porque ahí dejé mis medicamentos.

—Aunque quiera, no se puede.

—Oiga, ¿no le importa qué muera?

—Lo dicta el protocolo de la empresa, pero, mire, en esa tienda seguramente encuentra algo, ahora baje.

Espero tengan cervezas frías y me tomaré dos. Ahora tenemos que formarnos porque la mayoría de los pasajeros quiere comprar algo, ¿o es la fila para entrar al baño? Un niño se tira al suelo y hace berrinche porque su madre no quiere comprarle un chocolate. El sol crea sombras que se desprenden de los árboles y cubren los cerros. El viejo que estaba sentado a mi lado está recargado en un roble de ramas secas y antes de acabarse el cigarro, prende otro con el mismo cigarro. Creo que ya se dio cuenta que lo observo. No me gusta la manera en que me mira.

Los zorchos y sus perros, qué tanto buscan dentro del camión, pediré más cervezas para llevar en el camino.

—Señores pasajeros, pueden subir, que lleguen con bien a su destino.

Asiento 18. Todos abordo. El chofer arranca.

Esta cerveza está quemada, ¿es Ibrahim el que ahora está en la tienda? No es posible, no veo su bocho azul, más bien ese hombre se parece mucho a él, qué curioso, si no me falla la vista, compró un tequila y unos cigarros. Como lo hacíamos en nuestras noches de fiesta.

—Disculpe, necesito bajar.

—Lo siento, señora, una vez que el autobús está en marcha ya no podemos parar, es por su seguridad.

—Es una emergencia.

—Perdone, pero si lo hago me quedo sin chamba.

—Nadie se va a enterar.

—Eso es lo que usted cree, pero nos están monitoreando.

Estoy casi segura que es Ibrahim, de cualquier manera ha quedado atrás. Necesito aire. No quiero pensar más en él, pero es inevitable.

Este pasillo me parece demasiado estrecho, qué bueno que los escuincles ya se durmieron y otras personas también comienzan a cerrar los párpados.

Asiento 18, la ventanilla está embarrada de tierra. Qué alivio, el chofer apagó las pantallas. Ya me di cuenta de que el señor calavera me está echando ojos de pistola, creo que no le parece que beba.

—¿Se encuentra bien, señorita?

Mierda, otra vez a platicar.

—Todo bien, sólo necesito dormir.

—Una señorita como usted no debería beber de esa manera.

—Me vale, estoy curando mis penas.

—Yo también tengo mis penas, por la esposa que se me murió y por la que ahora no me quiere. Cada año me hago más viejo y me siento más solo.

—Tenga una cerveza y cúresela.

—No tomo.

—Qué extraño, el tabaco y la cerveza se llevan muy bien.

.—Su muerte fue tan repentina. Una madrugada salió a comprar leche y no regresó, parece que fue ayer.

—Le dije que no tengo ánimo de hablar.

—Entonces, buenas noches.

Qué haré en treinta y tantas horas.

—Fue en el Pico de Orizaba, cuando me di cuenta que ya no podía más.

—Con qué.

—Con Ibrahim.

Y sin saber por qué, entonces, yo, ahora, le cuento.

Rentamos una casa en Veracruz cerca del volcán, porque según él sufría una crisis y no tenía más ideas para fotografiar. Me parecía sospechoso porque desde que lo conocí sentenciaba que los fotógrafos que retratan naturaleza son pendejos, así como los pintores que se dedican a pintar bodegones.

El viejo interrumpió.

—Falso, hasta el mismo Velázquez pintó bodegones.

Yo seguí con mi historia.

Le creí a Ibrahim y ahí estaba su puta inspiración, una jarocha que había conocido semanas antes en el D.F. La primera noche pensó que dormía, pero yo no podía conciliar el sueño y escuché cuando cerró la puerta. Me levanté, abrí su computadora, tecleé su contraseña y para variar encontré una de sus sorpresas. Esa vez, un correo con el asunto: te espero en Orizaba. Ella escribió puras pendejadas.

—Eso es ridículo.

Por qué la gente no escucha sin interrumpir.

—Se trata de un círculo vicioso y usted debe entenderlo porque es fumador.

¿Qué fuerza me obligó a quedarme con Ibrahim? En ese momento empaqué mis cosas, salí de la casa para regresar a la ciudad, pero me detuve al llegar al zaguán. No entiendo por qué no pude marcharme. Una escalera de caracol ascendía a la azotea. Subí. Ahí estuve como zombi contemplando el Pico de Orizaba y la noche que crecía.

—Disculpe, iré a orinar.

Y no olvidaré cuando al amanecer Ibrahim llegó borracho. Escuché cuando abrió la puerta, la regadera y se bañó rápido. El cabrón pretendía borrar las evidencias, acostarse a mi lado, abrazarme, no sería la primera vez, hijo de puta. La cámara colgaba en su cuello y lo primero que hizo fue tomarme una fotografía. Si esa foto resultó un éxito, se debe a la decadencia de mi rostro en contraste con el paisaje que despertaba. Después que la tomó, intenté arrebatarle la cámara

—De qué se ríe.

El viejo calavera me mira raro, ahora.

—Cuando intenté arrebatarle la cámara de fotos, le dejé el ojo morado.

Él se queda callado. ¿Cuál será la cerveza más fría? Por la ventanilla sólo se despliega la noche.

—Después él se vengó exponiendo mi foto. Esa fue la última gota que derramó el vaso, porque ya estaba hasta la madre de sus mentiras.

—No se azote, muchacha, tome otra cerveza y trate de dormir.

Tepic— Mazatlán 0,4 km

Qué significan estas plumas que revolotean en el aire. A mi lado, una señora de cabello blanco y de facciones toscas, lleva a sus pies una jaula, dentro un gallo se golpea contra los barrotes.

—Dónde está el señor que venía a mi lado.

—No lo sé, señorita, tal vez bajó en Guadalajara. Ahí se quedan algunos pasajeros y suben otros.

—¿Es un chiste? Ese gallo no viajará a mi lado.

—No se preocupe, es muy tranquilo. Cuando llegué, usted dormía y estas latas de cerveza rodaban en el piso. ¿Se le cayeron?

Al mirar atrás, encuentro a la señora con su bebé, a los chiquillos inquietos que ahora están idiotizados jugando con sus celulares, al señor con su tejana que sigue con la misma tranquilidad desde que se subió. Hay pasajeros nuevos. Las cervezas se calentaron y yo quiero unas bien muertas. Tal vez ya cambió el chofer por uno menos amargado.

Mierda, es el mismo. ¿Cómo no se cae de sueño?

—Disculpe.

—Dígame.

—Cuándo será la próxima parada.

—En una gasolinera.

—Cuánto falta.

—No sé, un par de horas.

—No podría ser antes.

—Le había dicho que no se puede.

—Este calor es insoportable, mínimo podría prender el aire.

—No, porque se calienta el motor.

¿Es una vaca la que atraviesa la carretera?

Allá, lejos, está en medio de nuestro carril y el autobús no la intimida. El chofer toca el claxon; no tiene sentido que prenda y apague las luces. El animal no reacciona. A la orilla de la carretera está la carcacha azul (¿de Ibrahim?). Un hombre intenta cambiar la llanta del auto.

—Aquí me bajo.

—Se hubiera ido en un camión de segunda, esos hacen paradas como micros.

—Abra la puerta.

Ibrahim me observa desde la carretera.

—Deje de golpear el vidrio.

—Qué le cuesta dejarme bajar

—Usted nomás no entiende.

—Cuál es su problema.

Ahora la vaca, por fin y lentamente, se mueve al otro carril.

El chofer acelera y al pasar cerca de Ibrahim, me doy cuenta de que no es él.

55 34 22 10. Contesta, Ibrahim. Línea ocupada. Volver a intentar. Volver a intentar. Después del tono deje su mensaje. Por qué no contestas ¿Estás bien? Te amo.

¿Te amo?

El pasillo cada vez es más estrecho. Ahora los pasajeros me observan como si yo fuera una histérica. Al fondo los dos niños entran y salen del baño, caminaré derecha, porque todo me da vueltas.

Asiento 18.

Lo que me faltaba, en la pantalla aparece Will Smith junto con las fuerzas armadas de Estados Unidos, luchando contra alienígenas. Con qué velocidad los gringos producen tanta mierda. No soporto los bombardeos, los muertos en nombre de Estados Unidos y la voz doblada al español de Will Smith. Otra cerveza. Parece que el gallo se ha cagado.

—Señora, podría poner a su animal en el pasillo.

Qué estará haciendo Lázaro.

00 52 64 66

—Quién habla.

—¿Cómo qué quién?

Pendejo.

—Morrita, cómo va el camino.

—¿No tienes mi número registrado?

—Sí, mi amor, pero me agarraste dormido.

—Es más de mediodía y sigues en la cama.

¿Qué vida me espera?

—Es que estoy cansado. Cómo va el camino.

—Uta, al lado mío viaja un gallo.

—Habla fuerte, no te escucho.

—Todo bien.

—Qué bueno, morrita, tú, siendo como eres, sabía que te encantarían los paisajes.

—No sabes, están preciosos.

—¿Cómo?

—Olvídalo.

—A qué hora llegas.

—Te dije que llegaba mañana.

—Está curado, te veo en la central, mi amor.

—Más te vale.

Es patético que en pocos días alguien te diga mi amor, me recuerda a mis novios de la secundaria.

Quiero dormir y despertar en Tijuana, pero no tengo sueño, es más, creo que esta cerveza ya me está animando. ¿Qué más da? El cielo se ha nublado. Qué descerebrado le dobló la voz a Will Smith.

—Aquí tengo unas naranjas, ¿gusta?

En qué momento empecé hablar con esta señora, estaré tan borracha o estoy hablando con el gallo.

Cuando Ibrahim expuso la serie de Orizaba, ya estaba ebrio y tenía abrazada por la cintura a una chica. Esa noche me fugué con Lázaro a su hotel. Descubrí que no era divertido, pero su conversación fue interesante, el sexo no resultó pero no está mal.

—Qué fue eso.

—No se asuste, señorita, un pájaro se estrelló en su ventanilla.

La mañana que salimos del hotel me sentí incómoda, cuando me invitó a desayunar y me preguntó si podía tomarme una fotografía. Dejé el tenedor sobre la mesa, me recogí el cabello y posé para la foto. “Morra, no me gusta, te tomaré otra, pero sonríe. Otra, con una sonrisa más natural. Tienes unos dientes rebonitos, sonríe.” Y yo lo intentaba.

Lázaro es un viejo que coge con calcetines, además ronca, como el señor que va sentado allá adelante.

—Y a usted cómo le va en el amor, señora.

—¿De veras quiere saber? Yo sólo tuve un marido, con eso me bastó para no querer a otro hombre.

¿Y si yo acabo como ella?

—Y a qué va a Tijuana.

—Espero poder cruzar la frontera y si no lo logro, pues, dicen que hay mucha fábrica, que te pagan una miseria, pero es algo. No tengo nada que perder.

—Y para qué lleva el gallo.

La mujer contesta alzando los hombros.

—Bien dicen que uno busca en sus parejas a sus padres, ¿usted qué piensa?

—Que todos los hombres son cerdos.

—Muy certera reflexión. ¿Segura qué no quiere una cerveza?

—No, gracias. Entonces, por qué no te quedas con Ibrahim.

Llegó el punto en que todo me molestaba de él, que me abrazara, que dejara su ropa botada por cualquier parte, que en las conversaciones con sus amigos me ignorara, hasta escuchar su risa.

La señora tiene hambre, que asco comerse esa torta de huevo. Siento náuseas.

—¿Gusta?

—No, gracias.

—Acepte la mitad, está sabrosa.

Otra cerveza.

Mensaje de Ibrahim: juré que estaría contigo hasta mi muerte. Es como si otra vez pudiera escuchar su voz. Plumas revolotean. La señora que está a mi lado se atraganta al comer.

El pasillo se expande.

Alguien está en el baño y no aguanto las ganas de vomitar. Un señor gordo sale. Dejó el retrete lleno de mierda. Mi vómito salpicó en el piso. En el espejo: mis ojos irritados, el cabello hecho una maraña, en este viaje envejecí diez años. Lázaro tiene la culpa por no convencerme de viajar en avión.

Culiacán, Los Mochis México 15 N 241 km

Ya no siento las nalgas.

—Señores pasajeros, quien desee bajar a comer un taco, tiene veinte minutos.

—Con permiso.

Seré la primera en bajar. Las puertas se abren y siento el viento caliente, la tierra que se adhiere a mi piel. Pinche Ibrahim, por qué no apareces en el momento preciso. El chofer arroja su cigarro cerca de un tanque de gasolina y entra al restaurante. ¿El menú cuesta cien pesos? Una sopa de cebolla y esas milanesas que parecen de cartón. ¿El refresco a treinta? Si voy a gastar eso, prefiero comprar otras cervezas.

Los dos niños que estaban en el camión andan correteándose como demonios; entrando y saliendo del restaurante. La señora, que como yo, viene viajando desde el D.F. amamanta a su hijo. El señor con tejana parece disfrutar de la milanesa, la mujer con el gallo sonríe, pero no me sentaré con ella.

—Trescientos pesos.

—Perdón.

—Quiere las cervezas o no.

Me sentaré en esa mesa, frente a la ventana. Estaré pendiente del camión, si me dejara aquí. ¿Habrá un Motel cerca? Seguramente Lázaro vendría a recogerme ¿Y si me quedo para que me rescate Ibrahim? No, ese imbécil nunca será un héroe.

El sol desciende en el horizonte árido, sus rayos despuntan y tiñen el cielo. Aparecen estrellas y aún no se acaba el día. Las cervezas heladas son una bendición. El sol rojizo ahora es sólo destello y en el horizonte aparece un hombre que se aproxima al restaurante. Pasajeros abordan el autobús. El chofer aún tiene comida en la boca y prende otro cigarro.

—Súbale, señora, ya nos vamos.

Es Ibrahim el que se aproxima y esta vez no lo dejaré ir. No me importaría quedarme aquí. Ya me reconoció y por eso agita sus manos en el aire. Sus pantalones de mezclilla son una garra. Dónde habrá dejado su playera. Quiero abrazar su cuerpo fuerte y delgado. ¿Y sus zapatos? ¿Lo habrán asaltado? Ya me habían advertido de los peligros en este camino, de los retenes, los narcos, el desierto, las curvas, los barrancos y ese pinche hombre que se aproxima no es más que un malviviente.

—No me dejen aquí.

Y el puto chofer prende el motor.

—Pues no que ya le urgía quedarse, señora.

En el pasillo: envolturas de papas, de galletas y botellas de plástico. La mujer, el gallo, asiento 18. ¿Y ese papelito en mi asiento? “Sabes que nos encontraremos en cualquier parte”. Es la letra de Ibrahim.

Ciudad Obregón Guaymas Sinaloa México 15 N 107 km

Si no fuera por la luz de la luna parecería que nos adentramos en un abismo. Tal vez haremos otra parada y por eso el camión disminuye su velocidad. Qué pasa ahí adelante. Alto. El chofer abrió la puerta y ha bajado. No alcanzo a escuchar pero conversa con otros hombres. Esta cerveza se calentó.

—Todos abajo.

Ese hombre no tiene uniforme de zorcho, ni de policía. Ya valió madres.

—No escucharon. Aquí se bajan.

Casi me mato al bajar el último escalón, el frío cala profundo.

—Formen una fila.

—¡Por qué nos hacen esto!

—Aquí te callas, mi reina.

Dios, sácame de aquí y que el tipo deje de mirarme con sus ojos estúpidos, ¿y si me echo a correr? Pero adónde; para que me disparen y que mi cuerpo quede en el desierto. Los niños lloran, ¡qué paren! Esto es un sueño. Por qué el tipo me echa la luz de su lámpara, qué tanto ve en mi rostro. Otro hombre está cerca de la mujer con su niño en brazos. Abuela, ayúdame, en mi muñeca el escapulario, tu protección. Otra vez la luz en mi rostro. Pinche Ibrahim, no que estarías conmigo hasta el día de mi muerte, nunca estuviste cuando más te necesitaba.

—Este hombre se queda. Ahora lárguense, pero ya.

La señora del gallo ya subió al autobús, pinches subnormales por qué no entran aprisa.

Asiento 18, todos abordo, menos el señor con tejana, el chofer cierra las puertas.

Es inevitable, me tiemblan las piernas, hasta se me bajó la peda.

—¿Qué fue eso? No que no hace paradas por nuestra seguridad.

—No empiece.

—No vuelva a hacerlo.

—Chingá, pues usted es mi jefa o qué.

—Pudimos haber muerto.

—Ese tipo de paradas son obligatorias.

—Pero ni siquiera eran zorchos.

—Por eso mismo, usted no entiende nada. Ya relájese, ahorita le pongo una película.

Tijuana Rumorosa 6 km

Ni bebiendo puedo sacarme la cara del tipo que me observaba, qué habrá pasado con el hombre que se llevaron; yo estoy a salvo. Maldita sea, el bus vuelve a bajar la velocidad, la oscuridad lentamente se ilumina, es la luz que desprende una caseta. Alrededor, las tiendas están cerradas. El viento sopla con fuerza y arrastra basura. No hay nadie; sólo ese hombre que atraviesa la carretera y se dirige a un teléfono público. Es Ibrahim.

—Conozco a ese hombre y necesito bajar.

—Con gusto la hubiera dejado hace rato en la carretera, pero ahora no se puede.

—¡Ibrahim!

—No empiece.

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—Contesta el pinche teléfono. Te quiero en Tijuana y si no estás, tomaré otro bus de regreso al D.F. Te amo.

Si vuelvo a decir te amo, vomitaré.

Carretera Federal 2

—Siéntese y duerma porque estamos por atravesar la Rumorosa.

—Tenía que bajarme con ese hombre.

—No invente. Ya váyase a dormir.

—¿Ahora usted me da órdenes?

—¿Ah sí? Con gusto la bajo aquí, nomás pa que sienta los vientos.

En qué momento los pasajeros se durmieron. El baño apestó todo el camión. La mujer duerme con la boca abierta y siento que su gallo me observa.

Una cerveza más.

Qué lugar es éste, ¿aquí es el norte del país? Parece que nos adentramos en el fondo del mar. La luz de la luna devela cumbres rocosas, la luna se dilata, por instantes las llantas del camión bordean el barranco, el abismo nos atrae a su vórtice.

Detesto la mirada del gallo.

Y si el chofer de golpe cierra los párpados, y si voy con el chofer y muevo el volante, y si no muero en ese instante y quedo paralítica, ¿así me querrá Lázaro? Yo sé que Ibrahim me querría de cualquier forma. Hasta como espectro. En qué estoy pensando. Necesito a Ibrahim, verlo, besarlo, pero ahora no hay ni un pañuelo para limpiar el desastre en mis ojos y hasta cuándo se acabará esta carretera.

Fábricas y casas Geo, infonavit como maquetas, más fábricas y más casitas que parecen de papel. Avenidas sucias, despobladas. Edificios de contrastes, grises, otros ni siquiera acabados. Ibrahim está en cada sombra, anclado en mi mente, bajo mis párpados y a la vez lejos de mí, aunque me abrace, la distancia se expande por las heridas.

Sólo puedo imaginar una ciudad de burdeles y fábricas bajo un aletazo de banderas rojas. Hoy, aunque el cielo es despejado azul, ni oprimiendo el escapulario me quito la espina del pecho, me aprisionan las paredes atiborradas de grafitis, welcome to Tijuana, paisajes psicodélicos, este no es su patio trasero pinches gringos.

Aprieto con fuerza el escapulario.

Borrar la primera impresión de Tijuana, borrar el primer momento en que en mi vida conocí a Ibrahim cuando bailaba en la fiesta del templo abandonado y yo le sonreí, el primer acostón, los cientos más, las fiestas interminables, los amaneceres en la playa, en sus brazos e impregnada de su olor, su risa es el eco que ahora ensordece, la primer pelea, la primera amante, los pactos, la primera reconciliación, la segunda. La nueva vida en sueño: el diazepam. Oaxaca, la terminal, todo se me ha ido de las manos.

Pero aún me queda el escapulario.

En la avenida filas de autos, el camión baja la velocidad, se escuchan sirenas, a lo lejos un tumulto de gente. La señora de al lado ahora desayuna unas papas, el gallo se ha dormido. El autobús a vuelta de rueda, ahora, con ese tumulto cada vez más cerca.