Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

No soy bueno para presentar libros

No soy bueno

Autor: Óscar Garduño Nájera

16 Octubre 2019

No soy bueno para presentar libros. No tengo las capacidades suficientes. Ni literarias ni oratorias. En ocasiones me engaño, creo que sí soy bueno para presentar libros y acepto invitaciones de amigos que, supongo, no encuentran un mejor presentador para sus libros. En ocasiones me engaño, creo que sí soy bueno para presentar libros y dejo de tener amigos luego de que me invitan a presentar sus libros. Esta es mi historia.

Presentar un libro impone algunas obligaciones. Ningún presentador del libro en sus cinco sentidos se atrevería a hablar mal del libro que presenta bajo riesgo de que lo interrumpan a media presentación y le pidan que se calle. Ningún presentador del libro en sus cinco sentidos se atrevería a hablar mal del autor del libro bajo riesgo de perder una amistad interesada que probablemente le será útil profesionalmente más adelante. Tampoco puedes hablar mal de la editorial del libro que presentas porque en una de esas y están interesados en publicarte aquella novelita mediocre que dedicaste a tu novia Lupita hace muchos años. Tampoco se puede hablar mal de amistades en común entre el autor del libro que presentas y el presentador porque dentro de la élite cultural mexicana hay que hablar bien de todos, sonreír cuando no quieres, cerrar la boca y dejar que el monstruoso engranaje de editoriales, editores y autores continúe funcionando.

En las presentaciones de libros hay todo tipo de anécdotas. Yo, por ejemplo, crecí con la creencia de que para presentar un libro había que citarse unas horas antes en una cantina con varios amigos, burlarse del libro que se iba a presentar, salir ya medio borracho, llegar al sitio donde se presentaría el libro y rogar porque la presentación no se extendiese demasiado para regresar a la cantina, donde los amigos aún te esperaban.

Hasta que llegó mi primera presentación de un libro. Era de una amiga. Se trataba de un poemario cuyo título no recuerdo ahora, aunque sí me queda claro que en la portada tenía un gatito que parecía tigre. Ignoro aún por qué me invitó a presentar el poemario. Si no tengo las capacidades literarias suficientes para presentar un libro, cuando se trata de poesía la cosa se pone peor. ¿Qué voy a decir de tu libro?, le pregunté a mi amiga al otro lado de la línea telefónica (la comunicación todavía era muy primitiva). Me dio un consejo: habla respecto a algunas generalidades de la poesía mexicana del siglo XX y luego céntrate en uno de los poemas, seguro que vas a encontrar alguno que te guste. Acepté. Lo hice sin saber que perdería no solamente a una gran amiga sino a una mujer que en realidad me hubiera gustado para amante: siempre he sentido especial atracción por las poetizas.

Seguí puntual mi creencia y cité a varios amigos en una cantina cercana a la cafetería-bar donde se presentaría el poemario. Nos burlamos del gatito que parecía tigre de la portada y, ya medio borracho, salí y me dirigí a la cafetería-bar donde ya me esperaba mi amiga y unas quince personas más (exagero).

En cuanto mi amiga me vio llegar se percató de lo que yo no me había percatado: no iba medio borracho sino borracho completo, por lo que se alarmó, me regañó y me preguntó si podría presentar el libro en tales condiciones. Aquí fue donde me di cuenta que no iba medio borracho sino borracho completo. Es parte de mi catálogo de creencias, quise responderle, pero en eso ella me presentó a quien iba a ser el otro presentador del poemario: un maestro de la UNAM que me caía muy pesado desde los años universitarios.

Faltaban tan solo unos minutos para que la presentación diera inicio y mi amiga me ofreció de beber una Victoria, lo cual solo me llevó a la conclusión de que a ella tal vez no le importaba que presentase su libro en tales condiciones, así que no me bebí una Victoria sino unas cuantas más antes de pasar a la mesa donde se efectuaría la presentación del poemario.

Quien comenzó fue mi amiga. Tomó el micrófono entre las manos, dijo “bueno, bueno, bueno”, como prueba de sonido y dio la bienvenida y las buenas tardes. Luego agradeció a los que habían llegado, todos ellos, por lo visto, amantes de su poesía.

Habló de la responsabilidad de las mujeres para con la poesía en un mundo de machos (remarcó machos y muchas mujeres dijeron “sí” con la cabeza). Luego habló del proceso del libro de poesía. Cómo había llegado a esa editorial independiente. A qué hora escribía. Cómo se inspiraba. Con quién salía en esos momentos (tenía una relación directa en la inspiración). Por qué le había dedicado un poema a Tomas Jefferson y lo que significaba para ella la poesía estadounidense del siglo XX. Llegó a lo de la portada. A nadie le parecía horrible; de hecho, en esos momentos presentó a quien la había diseñado: un tipo delgado con camisa de cuadros y pantalones de mezclilla. Lo presentó como un gran diseñador e hizo un anuncio: próximamente ese diseñador tendría una muestra de sus mejores portadas. Porque se dedicaba a la creación de portadas de libros.

A estas alturas la cabeza me daba vueltas, aunque aún era capaz de mantener el control. Tocó el turno al maestro de la UNAM, quien se aventó media hora de una presentación que no entendí porque era demasiado erudita. Había citas de voluminosos tomos de teoría literaria. Había citas de poetas mexicanos y españoles del siglo XX. Había citas de las citas. Terminó y recibió una mediana ovación. Era mi turno.

Cuando el maestro de la UNAM iba por la segunda cita bibliográfica me acerqué a mi amiga y le pregunté al oído qué era lo que quería que dijera de su poemario. Era una más de mis creencias: si te invitan a presentar el libro te ahorras un poco el trabajo y le preguntas al autor qué es lo que quiere escuchar. Si quiere que se promocione el poemario como talco para las rozaduras de los bebés. Si quiere que se hable de un poema en específico. Di lo que quieras, lo que se te pegue tu regalada gana, me contestó, molesta, por el estado en que me encontraba ahora ya frente a la sexta Victoria.

Había otro pequeño detalle. No había leído el poemario. Bueno, lo había hecho en el transcurso a la cantina, en el Metro, unas cuatro estaciones antes de bajarme. Pero recordaba uno de los poemas (siempre confiaba en mi buena memoria), así que me dispuse a hablar de él una vez que mi amiga me presentó.

Enumeré las virtudes del poemario porque mi intención era ir de lo general a lo particular. Así que dije que era un gran libro de poesía que confirmaba la buena poesía que escriben los jóvenes autores mexicanos. No recuerdo si en esos momentos mi oración fue así de larga, lo cierto es que si la pronuncie seguramente se me fue el aire al terminar. Enumeré algunas de las ofertas editoriales de esa editorial independiente que apenas conocía. A la entrada de la cafetería-bar habían colocado una mesa con algunas novedades de la editorial y el poemario. Tuve oportunidad de ver uno que otro título; de hecho, conocía a sus autores, no me iba a ser difícil hablar de ello. Y lo hice.

Era el momento de aterrizar sobre el poema. Dije el título. Hojee el poemario y fui incapaz de dar con la página. Son las Victorias, pensé. Volví a hojear el poemario. Si estás en una mesa donde se presenta un libro, hojearlo siempre te hace parecer intelectual, como que en realidad te diste a la tarea de leer el libro. Hablé de los tipos de rima. En algún momento me acordé de una cita del manual de métrica de Navarro Tomás y la dije. Hablé de una que otra figura retórica sin dejar de mencionar al tan choteado Aristóteles. Luego hice una pausa y le di un buen trago a mi Victoria. Creí que eso aumentaría el suspence en la presentación.

Repentinamente mi amiga me interrumpió, agradeció a los presentadores y dio por finalizada la presentación de su poemario, mientras otra mujer decía por otro micrófono que a continuación la autora dedicaría el libro a quien así lo quisiera. Me paré de la mesa y me despedí del maestro de la UNAM, quien me veía con cierto desprecio; hice lo mismo con mi amiga, quien me dijo que era un imbécil: el poema del que había hablado ni siquiera venía en su libro, se trataba de un poema muy conocido de Alí Chumacero. Me amenazó: jamás me volvería a invitar a presentar uno de sus libros. Ni modo. Me encogí de hombros, salí de la presentación, caminé y llegué a la cantina donde ninguno de mis amigos me esperaba. Atrás de mí llegó el maestro de la UNAM y por una extraña coincidencia entramos juntos a la cantina, nos sentamos en la misma mesa y compartimos comentarios acerca del poemario de esa ex amiga.