Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La república del buenpedísmo

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La república del buenpedísmo

 

No hay tal cosa como “separación en buenos términos”. Propaganda de la república del buenpedísmo para hacerse pasar como los “muy maduros”. Ni madres, a mí sí me enoja que cuando una de mis exnovias se fue, se llevó libros que eran míos, me enoja que los que compramos en común, ni siquiera se tomó la molestia de preguntar quién se quedaba con cual, que de una colección de 5 tomos, se haya llevado el dos, el tres y el cuatro. Me enoja que los cuadros, que los discos, que las películas.

Me enoja que se llevó la tapa de la cafetera francesa, las tazas del café que más me gustaban y la tablita para el sushi. Dejó a cambió su cepillo de dientes, un vaso horrible que compramos en el estreno de una película fea, dos cabellos flotando sobre mi lado de la cama y la toalla tirada en el piso. Dejó la ventana abierta cuando iba a llover y la carne afuera del refrigerador. Me dejó sus vegetales congelados pero se llevó el helado. Se llevó mi suéter que usaba de pijama y me dejó un rastrillo rosa colgando en el baño.

Me dejó los planes de Oaxaca y se llevó el viaje al Distrito Federal. ¡¿Por qué se llevó todas las películas de Miyazaki?! ¡No tiene corazón! Se llevó el jazz y me dejo un pinche disco pirata de U2. A los pocos días me mandó una factura, pero olvidó incluir una disculpa por aquel vaso de whisky que dejó olvidado en un taxi. Se llevó mi receta de enchiladas al horno y me dejó una bolsa de tamales veganos.

Las separaciones no son más que sumas y restas hechas con renuencia, con mucha renuencia. Los sentimientos se los dejo a Ángeles Mastreta o Laura Restrepo. Yo quiero venganza, así, onda Tarantino: violencia y desnudos gratuitos. Por eso me comí la bolsa de gomitas y los waffles que dejó olvidada con las prisas, por eso fui a esa presentación del libro a la que no pudo ir, compré todos los muñecos que siempre quiso y les pinté bigotes. También fui a los conciertos, a las plazas y a los cafés, pero sobre todo: bebí leche directo del envase.

Las relaciones no desaparecen así, nada más. Porque no sólo es lo que se llevan, también está todo lo que dejan detrás, como su perfil del Xbox o el del Netflix. Cosas que te recuerdan constantemente que sí, que ahí estuvo y que no planea irse. También están los amigos que indiscretos preguntan ¿Cómo estás?, así como de pasada, como no queriendo, para sólo agregar un échale ganas bastante desabrido. No es que no les importe, pero las relaciones sociales son por naturaleza torpes y atrabancadas, más aún si uno es de esos que se enamoran adolescentemente, es decir, a lo pendejo, como yo. Las redes sociales resultan ser pésimos, pésimos negocios para eso. ¡Huyan! ¡Huyan! Se corre el riesgo de conocer a alguien que años después siga hablando de ti o que termines siendo parte de un cuento donde las verdades (exageradas o descafeinadas) poco importen.

Decía el Henry Miller que no era pecado enamorarse perdidamente de una persona, que lo verdaderamente inmoral era hacerle creer a esa persona que es a la única a la que podrás amar y algo de razón tenía el viejillo amargado. Yo, en el mejor de los casos, me he aprendido a reconocer como una suerte de monógamo serial. Sé que no puedo ser infiel, pero también sé que no puedo permanecer muchos años al lado de una persona. Más aún cuando se terminan el helado de chocolate o los mazapanes sin siquiera sentirse culpables. Esas personas no merecen el perdón, cadena perpetua, así, sin más. Mira que agarrar tu chamarra favorita y tu Blue Ray de Depeche Mode en Barcelona para regalárselos a su nuevo pretendiente, es tener muy poca madre. Neta, eso no se hace.

Yo prefiero irme en silencio y con la cara metida en el pecho, evidentemente triste, en lugar de fingir que todo está bien, que seremos amigos. Neta ¿qué diablos quieren decir cuando dicen: “podemos ser amigos”? ¿Que en quince días vayamos en parejas al Starbucks más cercano y compartamos un Red Velvet o de una tarta de chocolate con moras? Ni madres. Al menos tengamos la decencia de mandarnos al carajo con toda la intención. No me molesta que una de ellas haya contado de mí hasta mis alergias, nunca ando por la vida aclarando chismes, me encabrona que se llevó a mi gata Kashmire con el pretexto de que estaba muy apegada a ella. Yo también, por eso la tenía conmigo, era mi gatita.

Tal vez el problema es que, como dice Alesando Baricco, nos enseñaron a movernos, a perseguir la quimera de llegar a algún sitio, en lugar de enseñarnos a ser felices en un solo lugar, como en una plaza o un jardín o un café solitario, “a lo mejor somos una encrucijada, el mundo necesita que estemos quietos, sería un desastre que nos marcháramos, en un momento dado, por nuestro camino, ¿qué camino?, los otros son los caminos, yo soy una plaza, no llevo a ningún sitio, soy un sitio”.

Así que basta ya, yo aquí me quedo esperando, total, ya sabes dónde encontrarme.