Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Auras y sombras

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A Juanjo, principalmente

No quise decir, quise hacer

—Paul Valéry

Por Miguelángel  Díaz Monges 

16 Noviembre 2019

En medio de tanto escombro, nosotros

hemos de actuar para que sean levantadas las ruinas necesarias.

 

Llamar a los que no escucharon las canciones

en el radio del coche en que mamá jugaba

a ganarse la vida o a vivirla,

cuando aún disimulaba la fugacidad de su presencia,

la inexistencia de su sombra;

 

cuando papá aún seguía los cantos y recibía

en casa a los amigos y salía

de casa y viajaba

y apagaba el televisor

y no conocía las claves de acceso a la risa

ni los comandos de la computadora

y manejaba como un desquiciado

y nadaba como un pez

y mataba insectos con el matamoscas

y regaba el jardín con su sombrero de listón anaranjado,

sus Ray-Ban y sus bermudas anticuadas;

 

 

 

cuando había jardín

y mamá se comportaba como sombra

y viajaba como si fuera a vivir para siempre en otro sitio;

 

cuando mamá buscaba en el jardín de los insectos derribados

y los arrayanes húmedos su sombra,

la que perdió en un viaje secreto del que no informó a nadie,

un viaje en el que escuchó el nombre de su aura,

lo pronunció

y perdió para siempre el don de buscar sombra en los jardines

que nunca amarillearon a su paso,

 

como lo hacían con el nuestro

cuando jugábamos espiro y volibol y el viento

impedía adivinar el curso del gallito

de bádminton

y andábamos descalzos y salíamos

a la calle descalzos y robábamos

chocolates y poníamos mastique en los cristales

del serpentín de la calefacción

solar que funcionó de maravilla aunque el agua

no se enteró nunca

porque era su labor estar helada

como si se tratase de una sombra o un aura nombrada,

y cascábamos semillas de frutos agotados

que los murciélagos soltaban en el agua

nocturna de la alberca,

 

cuando Cuauhnáhuac era Cuernavaca

y no había cantinas sino viejos

tomando café negro en La Parroquia

 

y el tío Nano en la plaza, siempre en el mismo sitio

donde sólo estuvo unas horas y olvidó su sombra porque el ruido

de los gorriones opacaba los ladridos de posibles perros

y una voz secreta, al doblar de Morelos hacia Arista,

le reveló las claves de su aura

mientras encendía uno de sus últimos cigarros a sabiendas

de que cesa Beethoven, Atahualpa

no es un criollo ni un indio aterido por Dios y los caballos

sin alas y sin patas

pueden ir por sí solos a hacer añicos el reino enemigo,

uno o los dos, los dos o uno,

de tres en tres el salto sorpresivo,

de escaque negro a escaque blanco a negro,

siempre que no se piense en los caballos sin alas y sin patas,

en Atahualpa, Beethoven o los aullidos improbables de los perros

recién aventurados al destino

errático de los clochards y los seres sin sombra

que adivinaron o escucharon

y pronunciaron para su silencio el nombre de su aura,

palíndromo del nombre imposible de Dios.

 

Nosotros

hemos de cuidar celosos

que de tanto escombro se haga pronto una ciudad de ruinas,

 

y tenemos

que establecer los patrones generales

de una nueva sintaxis que sustente

la improbable semántica de la aritmética aplicada

a la exégesis, la cábala, la numerología

y el santoral hermético de auras y de sombras,

el santoral apócrifo que ha de ser la gramática que estamos estudiando

y pronto entregaremos con las debidas precauciones

a los peritos, los decanos y un nutrido número de expertos.

 

Nosotros, de escombros incontables, debemos hacer ruinas,

porque nosotros crecimos sin música ni espejos,

escuchando canciones plañideras

en que se hablaba de grietas tormentosas, simples y verdaderas,

no de los nombres de Dios y de las auras,

no del palíndromo de esos nombres

no del cálculo exacto de intervalos de letras

que pueden revelar nombres herméticos,

ni de sus capicúas,

 

sino de amores fracasados,

de paisajes humildes donde el pan cuenta más que el nombre de las cosas,

donde los escombros de un alma se exponen

como si fueran ruinas,

como si un último impulso abominable

hubiera reordenado las secuencias perdidas

y fuera confiable, aunque sin aura y sombra,

la vida elemental del coche de mamá y el matamoscas

de papá y el único café del tío Nano

y el aullido del perro,

concedidas a un mundo en el que tenemos la razón a fuerza de insistencia,

donde nuestra palabra es indudable a fuerza de simpleza

y experiencia en hacer de los escombros ruinas.

 

Y vivir con sencillez, cuidando siempre

no acercar nuestras palabras al nombre y los cálculos

de nuestras auras y de nuestras sombras.