Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Síndrome

SÍNDROME PRAGA 1

Autor: Juan Pablo Bertazza

16 Agosto 2019

lunes 3 de julio
El hotel queda en la calle Sokolská 1008.
Caminaba sin dirección arrastrando el equipaje. Y
cada vez que pedía ayuda no sólo no me respondían sino
que directamente me daban vuelta la cara.
Cambié de estrategia y empecé a parar a la gente de
mi edad: un grupo de pibes que salía de un auto me
indicó que uno de ellos, el que todavía estaba haciendo
las últimas maniobras para estacionar, era profesor de
inglés, que le preguntara a él.
Bajó del vehículo y con la mejor voluntad escuchó mi
pregunta. Me dijo que, lamentablemente, no conocía esa
calle pero que no debía estar muy lejos. Como si ignorar
un destino no impidiera percibir su proximidad.
Era un avance y decidí repetir. Apenas apareció otro
flaco de veintipico volví a hacerle la pregunta de rigor:
“¿Me podrías decir dónde queda la calle Sokolská?”.
Aunque también parecía saber inglés, tampoco conocía la calle: “De todas maneras, si seguís las líneas del
tranvía seguro la vas a encontrar”.
En un lapso de cinco minutos dos personas que no
conocían la calle me ofrecían un indicio para poder
encontrarla. Como no tenía demasiadas opciones y no
quería que se hiciera mucho más tarde seguí las vías
esperando el milagro de que trajeran mi hotel.
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Así llegué a la Plaza de Wenceslao, un bulevar lleno
de puestos de comida callejera.
Apoyé mi valija y vi venir una pareja joven. Iban de
la mano y se miraban con mucho amor. Entendí que
estaba por mejorar la suerte. Me di vuelta y volví con
mi pregunta y mi dirección. La mujer levantó la mano
como si fuera a darme una cachetada y su novio la empezó a mirar con bronca a ella, como si ni siquiera valiera
la pena descargar su furia contra mí.
Me acerqué a uno de los puestos callejeros y, aprovechando que ya empezaba a sentir un poco de hambre,
compré dos porciones de pizza.
La simpatía del vendedor se extinguió por completo
cuando le pregunté si podía indicarme dónde quedaba
la calle Sokolská.
Se puso serio, hostil. Llegué a pensar si mi forma de
pronunciar esa calle no significaba una ofensa para los
habitantes de Praga. Aun así, casi sin mirarme a los ojos
y con un inglés correcto, el vendedor me respondió que
la calle en cuestión estaba a unos cinco minutos de ahí.
Le agradecí con una apresurada sensación de victoria
y me largué a caminar pensando en la cama del hotel.
Cuando llegué, sin embargo, las cuadras de esa zona
estaban tan vacías como oscuras: había una galería de
arte y casas particulares. Vi que pasaba una mujer por
la vereda de enfrente. Crucé y le pregunté si conocía el
hotel City.
Me puso una mano en la espalda, dispuesta a tomarse
todo el tiempo del mundo para ayudarme. Pero no era
suficiente para que apareciera mágicamente un hotel en
medio de esas calles perdidas. Quise liberarla y decirle
que no se hiciera problema, que ya lo iba a resolver.
Y mientras la despedía y le daba las gracias, mirando
una y otra vez el papelito en el que había anotado la
dirección de ese hotel fantasma, me di cuenta de lo
que estaba pasando: la calle que yo buscaba era, efectivamente, Sokolská y la calle donde estaba parado en
ese preciso momento se llamaba Školská aunque, por
supuesto, la similitud del nombre no implicaba proximidad geográfica.
Vi a un vendedor de flores, que estaba parado junto
a su mujer, y tuve la mala idea de contarle lo que me
había pasado. Se me quedó mirando serio. Como si la
coincidencia nominal de las calles fuera un invento mío
y esperó que dijera algo más.
Entonces le pregunté si la otra calle, la verdadera,
quedaba lejos.
–Lejos –respondió con una sequedad que me hizo
estremecer.
–¿Puedo ir caminando?
–Transporte.
Le dije que, en todo caso, prefería ir en taxi. Era la
primera vez que pisaba Praga, no conocía cómo funcionaba el transporte público y además estaba muy cansado.
La idea le dio un ataque furioso de risa que motivó
una serie de comentarios indescifrables con su mujer y,
enseguida, fusionaron sus carcajadas como si yo ya no
estuviera ahí.
Los mandé a la concha de su madre y caminé para
cualquier lado sólo para alejarme de ellos. Entré al primer
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negocio que vi abierto y que, por alguna razón, trabajaba
las veinticuatro horas. Le consulté a la vendedora y me
respondió con una rotunda negación de cabeza.
Justo entró un pibe al que le pregunté por qué en
Praga tratan tan mal a los extranjeros.
Me miró serio pero con atención.
–Hay de todo, es un tema de suerte.
Después de pedirle algo a la vendedora me preguntó
qué necesitaba.
Le conté la desafortunada coincidencia de calles que
me había dejado sin saber a dónde ir a esa hora de la
madrugada.
No conocía ese hotel pero me dijo que le diera la
dirección.
Le mostré el papelito y empezó a mirarlo mucho,
dándose tiempo para pensar. Como si estuviera a punto
de tomar una decisión compleja. Sólo para hacer algo
guardé el papel en el bolsillo izquierdo de mi pantalón.
Me pidió unos minutos más y después lo vi hacer un
gesto de afirmación con su cabeza.
Volvió a pedirle algo a la vendedora. Pagó. Miró un
par de veces su teléfono, escribió algo y me hizo una
señal de que lo acompañara.
Salimos del negocio, cruzamos la calle y se detuvo en
la parada del tranvía.
Ahí me explicó cómo debía llegar al hotel, y lamentó
que tuviera que hacer una combinación pero a esta hora
no hay una línea que me deje directo.
Le pregunté si el hotel quedaba muy lejos y, después
de dudarlo un poco, me respondió que no.
–Ah –agregó con una sonrisa. Metió su mano en un
bolsillo de atrás y me entregó el boleto del tranvía. Le
di las gracias, le pregunté cuánto era y, con un brusco
cruce de brazos, me aseguró que no, que no era nada.
Ahí tuve la sensación de haber llegado a una ciudad
impredecible.
A pesar de que sus instrucciones habían sido bastante
claras, la confusión de calles me había desanimado tanto
que tuve la necesidad de confirmar, una y otra vez, cada
uno de los pasos para llegar a destino.
Por suerte no tuve más dificultades y me di cuenta de
que el hotel quedaba a sólo cinco cuadras de la Plaza
de Wenceslao.
Mientras caminaba desde la estación Muzeum hasta
la puerta del hotel pensaba en la distancia que suele
haber entre cómo nos imaginamos una ciudad y lo que
es realmente.
Necesitaba darme una ducha, tirarme en una cama
después de tantas horas de viaje y escribir esto.

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