Revista Anestesia

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SIMULACROS

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Por Roberto Feregrino 

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La virtualidad nos consume. Nos incluye y excluye al mismo tiempo. Requiere de nuestra atención y nosotros, a su vez, de su inmediatez para hacernos notar.

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La octava plaga, una novela de lo extraño-policiaco

Roberto Feregrino

 

En torno a la vida del escritor francés Guy de Maupassant (1850-1893) existen muchas historias, comenzando por el lugar exacto de su nacimiento —una hipótesis apunta a Fécamp y otra más a Tourville-sur-Arques—, lo cual no resta el mérito literario que admiramos sus lectores, hasta los síntomas de demencia que fue adquiriendo hasta declarar “tengo miedo de mí mismo”. También fue cronista de periódicos como Le Figaro o la revista Gil Blas, pero suele conocérsele más como maestro de terror, tan importante como Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1809-1849). El Horla es un referente que relacionamos inmediatamente con el escritor francés, quizá porque es el que ofrece un halo de zozobra entre líneas presentando un ser informe que vocifera: “¡El Horla… ha llegado!” Percibirlo es lo que nos asusta. Al dejar el libro y regresar a la “realidad” sentimos que aquella presencia que nos chupa la energía está en algún sitio esperando por nosotros.

A partir de entonces muchas generaciones de lectores y escritores han abrevado de estos textos para generar su propia obra y otorgarle un cariz acorde a su tiempo y circunstancias. Stephen King (Estados Unidos, 1947), John Connolly (Irlanda, 1968) y Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972), son la prueba de que el terror y lo extraño causan sensaciones de asombro en los lectores, sin importar cuál sea la época en la que nos hallemos. A Bernardo Esquinca se le ha definido como escritor de weird fiction, debido a que conduce al lector a un mundo totalmente extraño —ajeno y propio al mismo tiempo—, presentando posibilidades caóticas en una realidad distorsionada. Esquinca se ha dedicado al periodismo, y en la narrativa ha logrado instaurarse como un “escritor hecho y derecho”, como lo ha mencionado el crítico Vicente Francisco Torres.

La octava plaga (2011), primera parte de la saga, a la que le siguen: Toda la sangre (2013), Carne de ataúd (2016) e Inframundo (2018), nos muestra un mundo donde los insectos se rebelan contra la humanidad. Naturalmente hay alusión bíblica, recordemos que el Dios vengativo en el Éxodo mandó toda su furia contra Egipto por medio de diez plagas.

La novela comienza con el descubrimiento de un insecto brillante, Esteban Taboada, entomólogo, poco a poco va siendo seducido por ese fulgor y cae hipnotizado hasta el delirio. Esto lo manifiesta mediante informes a los que nos va dando acceso la narración. A la par de esto, un periodista Cultural de nombre Casasola, deberá comenzar como reportero de Nota Roja debido al recorte de personal que sufre la sección. Detrás de este suceso hay una crítica muy fuerte del autor a todo el sistema cultural de nuestro país y cómo se distribuye en unas cuantas mafias que copan la industria entre premios, publicaciones y sobrada lambisconería a los poderosos “literarios”.

La vida de este personaje, pues, se desmorona: se divorció de Olga y debe lidiar con verla en la redacción del periódico donde trabajan ambos y ella es pretendida por Subereza, un tipo insoportable. El trabajo en la Nota Roja le demanda más tiempo, pues debe estar en el lugar preciso para tener la nota fresca igual que los cuerpos de las víctimas.

Otro elemento que le agrega rareza a la novela, es el Hombre detrás de las cortinas, que se le aparece por las noches a Casasola tan sólo para recordarle que “la única función de los sueños es recordarnos que el mundo real es igualmente incomprensible”. El periodista no es tan normal a pesar de parecerlo y, sin embargo, logramos una empatía con él, mediante las pinceladas que nos da la narración. La Nota Roja lo lleva a ser investigador siguiendo la pista a una mujer que han denominado “la asesina de los moteles”, necesita saber por qué su ex esposa comienza a actuar extraño; conoce al Griego, un fotoperiodista que funge como su secuaz en todas estas andanzas detectivescas. La novela de Esquinca, ahora reeditada por Almadia, es ágil, se vale de los recursos policiacos tradicionales —insertando notas sensacionalistas  de periódicos “amarillistas”—, memorias de los personajes, escenarios de la Ciudad de México, persecuciones y rarezas varias que provocan que no paremos de leer y de crearnos Simulacros en nuestras cabezas.

Es cierto que la biografía de Esquinca es extensa como la de Maupassant, sin embargo, ella sola no explica la vida de un escritor, para entenderlo hay que navegar en sus relatos. Si queremos saber por qué Olga comienza a actuar extraño y quiénes son los compañeros de Casasola en esta aventura, debemos abrir la puerta de La octava plaga.

HH Cortesía El Universal Queretaro

Un acercamiento a la política en Capitán Nemo, de Hugo Hiriart

Por Roberto Feregrino

16 Agosto 2019

Hugo Hiriart (1942, México), es un escritor de lo extraño, de las rarezas, de las formas coloridas y las palabras musicales. En 1972 publicó la novela Galaor, novela de caballería que le valió el premio Xavier Villaurrutia y de ahí en adelante ha dedicado sus letras al ensayo, la novela y el teatro. No es fácil clasificar a Hiriart en una generación, sin embargo, logró convivir con los del boom latinoamericano, la Generación del Medio Siglo y con muchos escritores contemporáneos del siglo XXI. Entre sus libros de ensayo destacan Disertación sobre las telarañas (1980), Discutibles fantasmas (2001) y El arte de perdurar (2010). Los títeres le han llevado a soñar mundos fantásticos como Simulacros, La repugnante historia de Clotario Demoniax o La caja. En cada texto existe un gusto por la filosofía, los griegos y la fantasía más insólita. El año pasado se reeditó Sobre la naturaleza de los sueños (Era, 2018) que, según Jorge Volpi, es un libro sobre “la imaginación, la memoria y la invención”. Hugo Hiriart es uno de esos escritores vivos que debemos admirar por el bien de las letras de ayer, de hoy y del porvenir.

No es novedad que el clima político que acecha al país cada día sea más delicado, pues se debe ser cuidadoso al declararse del bando de éste, de aquella o de aquel partido políticos. En la opinión de este que hoy firma este Simulacro, no hay sino dos frentes actualmente: MORENA y todos contra MORENA. Los morenistas perciben un cambio, ven con buenos ojos que la riqueza se reparta “equitativamente”, coinciden en que ni el PRI ni el PAN han dado resultados en temas concernientes a la falta de empleo, la guerra contra el narco y la seguridad, no sólo en el centro del país, sino en los estados. Los antimorenistas ven en el triunfo de Andrés Manuel como un verdadero retroceso a todo el “avance” que se había realizado en el país, un problema de amnistía, un desbalance económico en manos de quien lo representa. Se percibe incongruencia: encarcelar a Rosario Robles, pero dejar en libertad a Elba Ester Gordillo o que los datos del primer mandatario sean unos distintos a los oficiales. Y así, un largo etcétera ensombrece al país entre chairos y fifís. Afortunadamente tenemos el arte (en toda la extensión de la palabra), con un montón de documentales, novelas, fotografías, teatro, pintura, cine, danza, que denuncia la realidad que atraviesa el país aunque esos gobernantes que ahora detentan el poder sencillamente se alcen de hombros como si no les importara mirarse en el reflejo del arte.

Justo por ello, quisiera hacer énfasis en una novela de Hugo Hiriart que versa sobre este tema tan peliagudo: la política. Bajo el título Capitán Nemo. Una introducción a la política (CONACULTA, 2014), Hiriart se convierte en ese astuto y mordaz escribano que juega con la literatura y sus personajes. Menciono lo anterior porque bajo la premisa del juego, el autor nos presenta personajes dignos de la tradición literaria: el profesor Aronax y Nemo, de Veinte mil leguas de viaje submarino; Ismael, de Moby-Dick y a Julio Verne, escritor francés del siglo XIX, con la intención de mostrar que la política no es propia de políticos únicamente, sino de cualquier “grupo organizado” con intención de obtener supremacía o ventaja en lo individual.

El profesor Aronax y su sirviente Jules se enteran de que hay un monstruo en el mar derribando embarcaciones, por lo cual deciden emprender una expedición para saber lo que acontece con aquel gigante marino. Antes de surcar los mares, en tierra se celebran elecciones en la Academia de Ciencias del Mar en las que el profesor compite contra su acérrimo rival Agustín Mancera (apellido casualmente vinculado con algún ex dirigente de nuestro extinto Distrito Federal) y logra salir victorioso por un voto, con lo cual deja en claro que “la democracia no consiste en elegir bien o mal, sino de hacerlo de manera legítima”. Con el triunfo conseguido, el profesor parte en aras de encontrar al gigante al que le temen marinos y capitanes. Durante el trayecto conocen a Ismael, el arponero, y juntos van creando hipótesis de dónde podrían encontrarlo. De pronto son atacados y creen que es una ballena, pero es, ni más ni menos, que el famoso Nautilus, comandado por el capitán Nemo. Ismael, Jules y el profesor son apresados y se enteran de las maravillas que ese barco encierra: un mundo debajo del agua, la más alta tecnología y es esto último es lo que abre el debate entre el capitán y el profesor. El primero sostiene que si la gente de tierra tuviera tal conocimiento lo usaría para destruir; el segundo duda que eso pueda ocurrir, ya que sostiene que todo avance está hecho para el bien de la humanidad. Entre esta y varias disquisiciones, Aronax se entera de que los tripulantes del Nautilus se encuentran bajo el yugo del Capitán Nemo y es por ello que deben escapar de inmediato.

Los medios, los conflictos y las vicisitudes que ahí les suceden a estos personajes, no son propias de divulgarlas en este momento porque le restaría  sorpresa a un posible lector como usted, basta mencionar el epílogo del libro que se titula “Ciencia y democracia”. La voz del autor sale a flote y nos explica cuál es el final de los personajes, no obstante, explica también que la política es inevitable, no sólo en los partidos sino  en “laboratorios, talleres, escuelas, sindicatos, empresas, campos deportivos” y únicamente en mayoría podemos lograr que eso que nos disgusta de la política pueda cambiar. ¿Hacia dónde queremos ir como sociedad? Esta novela ofrece un panorama ficcional y artificioso de un mundo poblado de discrepancias, pero es el cuestionamiento a todo lector sobre a dónde vamos en estos momentos de elecciones presidenciales. Es cierto que detrás de todo hay intereses económicos, pero más allá de eso somos individuos conscientes, no en el Nautilus, sino en un barco que se llama México y si encalla encallamos todos, si avanza a mejor puerto todos avanzamos, así que decidamos informándonos, no sólo con discursos baratos de seguridad e inseguridad, pensemos en un navío rico y próspero en arte, cultura, educación e ideales que nos funcionen en unidad. Todos felices y en buena hora.

Foto Liliana Blum

Un libro perdido de Liliana Blum

Por Roberto Feregrino

16 Julio 2019

Hallazgo. La literatura es eso, un hallazgo invaluable. Montones de letras aglutinándose en libros que transmiten ideas, sabiduría. Son sensaciones amotinándose en nuestras cabezas para obsequiarnos posibilidades infinitas detrás de esos montones de letras. No es gratuito que las librerías hayan fascinado a Jorge Luis Borges, a Umberto Eco y fascinen todavía a Bernardo Esquinca o Iván Farías. Hablar de libros es recurrir al ingenio, entrar por una puerta a una casa que se multiplica en su interior, que nos ofrece distintas habitaciones para nuestro descanso o desasosiego. La casa de la literatura es siempre heterogénea: el cuarto vetusto y desvencijado que a muchos les asusta, a otros les resulta interesante; mientras que aquel jardín con fuente, buganvilias, rosales y cipreses que indudablemente nos inspiraría a la contemplación, a otros tantos les parecerá insulso ese vil acto de la quietud. La puerta por la que entramos no es, ni será jamás, la misma por la que saldremos —si salimos—. Como un acto de magia dentro de aquella primera casa en la que decidimos adentrarnos sin saber qué sucedería con nuestras míseras almas, se edificará una casa más en la siguiente lectura, poema, drama, ensayo o novela. Y se multiplicará, se laberintizará para nosotros, pero no lo dilucidaremos porque cada entrada será un hallazgo revelador.

Hace tiempo me encontré con un libro de cuentos/historias de la escritora  Liliana Blum (Durango, 1974): El libro perdido de Heinrich Böll. Antes había tenido la fortuna de leer y comentar dos novelas de ella, Pandora y El monstruo pentápodo; es decir, no me era para nada ajena esa prosa que dignifica nuestras letras mexicanas, por lo que decidí cruzar el umbral de este libro publicado por la editorial Jus en 2008. ¿Cuentos? ¿Relatos? ¿Noveleta? Francamente no estoy seguro de lo que sea, pero sí que está dividido en cinco partes y un epílogo. Esta suerte de relatos se concatenan para crearnos el Simulacro de que un libro de Böll, premio Nobel de literatura en 1972, cuyo título es The lost honor of Katharina Blum (1974), viaja de mano en mano aparentemente de manera azarosa y almacena sensaciones de sus propietarias temporales. Esta novela fue “una seria crítica a los medios de comunicación sensacionalistas y al abuso de los mecanismos del poder. Con un estilo que combina el informe policial y el artículo periodístico, Heinrich Böll construye el relato de una mujer que, sumida en una vorágine de violencia y mentira, luchará por mantener su integridad por encima de todas las convenciones sociales”. Así pues, será este el artificio del que se vale Liliana Blum para elaborar su propia ficción partiendo de otra.

El primer capítulo/relato, “Recién salido de una librería universitaria”, relata cómo es que el libro de Böll es adquirido por Allison Moore, una estudiante universitaria quien trabaja en una cafetería, el cual “tiene tapas duras y la pintura de una joven angustiada”, para asistir al curso que imparte Karl Zuckermann sobre dicho autor alemán. Cabe mencionar que esta pareja se conoce en el café donde la chica trabaja y entablan una especie de relación carnal-literaria. Algo muy serio ocurre entre ambos, por lo cual deben dar por terminada la relación, eso la llevará a escribir la primera de las cinco leyendas que tendrá esta edición: Allison Moore. Tengo miedo. Incertidumbre. Frío.

Una vez que sucede la ruptura fuera del salón, ella deja el libro en una banca, pues descubre que “La literatura contemporánea no le interesa” tanto como pensaba. La metáfora del desprendimiento amoroso se deposita en el único objeto que los unía: el libro.

En el segundo capítulo/relato, “Sobre una banca cubierta de nieve”,  Helen Han, hija de madre mexicana y padre chino, trabaja en la librería de la universidad alemana donde la pareja anterior acaba de despedirse. Decide salir a tomarse su café y fumar en la banca donde Allison dejó el ejemplar de The lost honor of Katharina Blum, “una edición de pasta dura, con el lomo cosido, ciento treinta páginas, Fountainhead Publishers. Böll, Heinrich”. Lo toma y lo lleva consigo a Brownsville, pues debe visitar a su madre. Justo en el avión lo saca y anota religiosamente: Helen Han, triste. No quiero hacer lo que tengo que hacer. Sin embargo lo hace. Enfrenta a doña Carolina en el sanatorio donde las circunstancias la llevaron a pasar los últimos días de su vida.

Ambas se encuentran solas, a Helen le resulta casi imposible encarar a la mujer con la que no fue fácil vivir debido a su carácter. Sin embargo, ahí, y después del obligado ataque de histeria de la madre, intenta leerle un poco de aquella novela que halló en una banca; por supuesto, no tiene buenos resultados, así que Helen “deja el libro sobre el sofá y sale de ahí”, un tanto liberada por romper con esa carga emocional sin sentir culpabilidad como de costumbre.

El tercer hallazgo lo hace doña Cande en el capítulo/relato “Entre los cojines de un sillón”. Cuando ve el ejemplar que olvidó intencionalmente la hija de doña Carolina, piensa en mandárselo a Raquel, su hija, que vive en México, trabaja en una biblioteca y siempre está leyendo. Doña Cande en su juventud fue maltratada, abusada sexualmente por un cura y por eso tomó la decisión de vivir el sueño americano e ir a probar suerte. Pese a todo lo anterior tiene el tiempo de tomar clases con miss Maggie, una gringa muy amable que hasta la invita a comer de vez en cuando. Es a ella a la que le pide le mande el libro de Böll a México. Al hojearlo, miss Maggie se percata de que perteneció a dos mujeres antes y le pregunta: “¿cómo te sientes en este momento?” “Este libro ha pertenecido a otras mujeres” “Las dos escribieron cómo se sentían creo que deberías hacer lo mismo”. Lo hace: Candelaria Piña, abandonada por el mundo. Luego ese libro va a parar a manos de Raquel, en México.

En el siguiente capítulo/relato, “De las manos de una bibliotecaria amarga”, nunca nos enteramos de la amargura de la hija de doña Cande, porque más bien se centra en una asidua visitante, Ingrid Henkel, estudiante de maestría que se interesa ni más ni menos que en Heinrich Böll. Así que al recibir aquel envío proveniente de Brownsville, la bibliotecaria le regala el ejemplar a la estudiante. Ingrid está pasando por situaciones difíciles, ha perdido a su padre Andreas Henkel y tiene algunas desavenencias con Markus, su pareja. Es decir, justo en ese periodo parece jugarle todo en contra, así que como único desahogo está la visita a la tumba de su padre. Mientras permanece ahí, saca el libro heredado por Raquel y nota que tres mujeres antes han escrito su nombre y su manera de percibir el mundo. Ella hace lo mismo: Ingrid Hankel Olmos, huérfana de planes. Se pone de pie y lo deja como liberación de aquella carga que tiene en su alma.

El libraco volverá a cambiar de mano en el último capítulo/relato “Sobre la tumba de un desconocido”, en el momento que Anamari visita a su hijo Aníbal. Cuando todo parece felicidad en una familia acomodada: un marido apuesto, una mujer de altos vuelos y un hijo digno de heredar lo que ha construido su padre, de pronto se desgrana cuando Anamari descubre que su hijo es homosexual. El machismo del padre lo lleva a golpearlo hasta el cansancio y lo corre de la casa. La madre no tiene el valor de defender lo que quiere, porque también le genera un poco de repugnancia. Tiempo después, Aníbal es hallado muerto en un motel, los padres hacen lo posible porque la noticia no salga en los diarios sensacionalistas y dejan todo así. La madre va al panteón a visitar a su primogénito y encuentra un libro en la tumba vecina. Igual que las otras cuatro desdichadas, escribe su nombre y lo que siente: Anamari Sáenz, resignada a seguir viviendo.

Como ve que el apellido del autor es judío, le parece conveniente llevárselo a un amigo querido de la familia que sobrevivió al Holocausto: Tadeo Süskind. Él será el que cuente el epílogo una vez que termina de leer el libro, así como el que estamos finalizando nosotros, y escribe: “Katharina Blum perdió su honor. Todos hemos perdido algo, pero a veces encontramos pedazos aquí y allá”.

Liliana Blum inicia un periplo dialogando con Heinrich Böll y presenta historias de distintas mujeres contenidas en un libro, de tal suerte que no es The lost honor of Katherina Blum, sino el de Allison Moore, el de Helen Han, el de Candelaria Piña, del de Ingrid Hankel Olmos, el de Anamari Sáenz que tan sólo son fragmentos de lo que han sido y lo comparten literariamente al colocar su nombre, pues se incluyen como parte del texto. Este libro ha sido un hallazgo venturoso para mí, porque construyó una casa con habitaciones que no había soñado jamás. Ahora mismo estoy en un escritorio en una de ellas que me regaló Liliana y escribo contento, tanto que me parece entender un poco mejor la “Fecundidad” de Augusto Monterroso al decir: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.

El libro perdido_LB guillermo fadanelli

Fandelli, entrevista a Guilermo Fadanelli

Por Roberto Feregrino

16 Junio 2019

Regularmente los lectores nos vamos formando ideas alrededor de los autores. Fantaseamos con lo que creemos que son cuando nos impactan sus letras, naufragamos gratamente con sus versos o descripciones y al hablar de sus libros aludimos insoslayablemente a ellos, constructores y destructores de sueños. Michel Foucault ya vaticinaba este hacho al preguntarse sobre qué es un autor y la relación de él con lo que escribe, y expresa que “a todo texto de poesía o de ficción se le preguntará de dónde viene, quién lo escribió, en qué fecha, en qué circunstancias o a partir de qué proyecto”, por lo tanto no separamos esa figura virtuosa que nos seduce mediante letras —y le llamamos autor—, de aquello que tenemos entre las manos y nombramos libro. Sergio Pitol es mucho más concreto al definirse como escritor advirtiendo que “uno es suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes”. En cualquiera de los casos, el escritor no puede desprenderse de lo que lo ha conformado y el lector no podrá asegurar que lo que lee es el retrato fiel de las vivencias del escritor. Una verdad de Perogrullo es que la ficción será ficción aunque nuestros autores predilectos se hallen dentro de una novela como Paul Auster cuando se menciona a sí mismo como personaje en Ciudad de Cristal; o Mauricio Carrera que usa indistintamente personajes de ficción y los entreteje con autores reales, en una suerte de literatura autorreferencial como sucede en La vida endeble; o Guillermo Fadanelli, quien aparentemente suele narrarse a sí mismo o contar algunas facetas de su vida en cuentos o novelas como La otra cara de Rock Hudson, Educar a los topos o Malacara, sólo por mencionar algunas.

Alrededor de este último se han armado tinglados que lo delinean como si fuera un personaje, pues se repiten una y otra vez como campanadas: nació en el hospital Sagrado Corazón en la Calzada de Tlalpan; a los 11 años lo ingresó su padre a la Escuela Militar; su primer auto fue un Rambler 67; entró a estudiar ingeniería, pero no iba a clases, porque en lugar de hacerlo fundó una revista junto a Yolanda Martínez a la que llamaron Moho; ganó el Premio Mazatlán de Literatura 2019 por su trayectoria; es decir, se encontró con las letras y dejó los números. Datos como este son suficientes para que se vuelva a ellos en tesis, reseñas, entrevistas (como es el caso de este Simulacro que presentamos a continuación), con la intención de mostrar cómo la obra se erige con elementos biográficos de un Fadanelli que es y no es lo que escribe.

Esta vez decidimos entrevistarlo a propósito de su más reciente novela, Fandelli (2019, Cal y Arena). Es un texto avasallador, fuerte, filosófico, autorreflexivo y, claro, alude a aspectos —en apariencia— biográficos. Fandelli es una noveleta de apenas 109 páginas, dividida en tres capítulos que cuentan el nacimiento de Willy y su estancia en la vida, la cual representa el caos y la vacuidad de la existencia material. Después de un largo trajinar volverá a la nada a la cual pertenece (y pertenecemos todos querámoslo o no), sólo que dejará algo en el mundo una vez que se aparte de él: la escritura. Pareciera no tener vasos comunicantes con la tradición, sin embargo, se emparenta con El libro vacío, de Josefina Vicens, sólo que en este es claro el acto de la escritura por medio de la no-escritura, en Willy Fandelli escribir es una necesidad imperiosa a pesar de que su carrera lo lleva a los números. En diversos momentos el narrador es muy duro: castiga, señala y no tiene piedad alguna con frases como esta: “Son basura, ustedes, Fandelli, tú y tu familia, reconócelo”. La aspereza del lenguaje que caracteriza a Guillermo no cesa, pues sabe que “el camino es largo”, por lo cual debe prepararse a andarlo en dosis pequeñas y certeras.

Es una novela que alude a la memoria fragmentaria, cuestiona al arte y al que lo hace, al llamado artista. ¿Qué es el arte en un mundo de (aparente) insensibilidad y egolatría? Entre líneas aludirá a ello sin reparo alguno. Fandelli es tan Guillermo Fadanelli que podríamos pensar que sabemos qué es lo que se cocina dentro de sus páginas, predecible, incluso, pero lo cierto es que la ferocidad que ha caracterizado a este narrador desde sus primeros cuentos en 1991 denominados “basura”, aún guarda algo de sorpresa para nosotros como en las respuestas que se leen a continuación.

Fandell

—¿Guillermo Fadanelli novela su autobiografía o crea personajes que se parecen a él?

—No tengo un personaje sobre mí mismo, soy escritor de ficciones y a veces —entre esas ficciones— puede haber algo que el lector relacione conmigo, pero ese es un accidente, no necesariamente deseo exhibirme ante los demás. Quiero vivir una vida en paz, ascética y modesta, no tener poder o ser un hombre distinguido entre los otros hombres. La cuestión es que soy rabioso y malhumorado, entonces trato de apartarme, pero eso no significa que me sienta superior o inferior, simplemente deseo estar lejos.

 

—¿En Fandelli pareciera haber un dejo de elogio al fracaso, es correcto?

—Sí. En mi opinión los ideales son ridículos. Las utopías son ridículas porque son extremadamente humanas; sin embargo, no podemos dejar de tener ideales, utopías ni podemos dejar de pensar en el futuro. Considero que es el fracaso la única esencia que une a todas estas acciones porque es extremadamente humano. El éxito y la fama son acontecimientos vulgares, nauseabundos y que nadie en su sano juicio debería perseguir, pero estoy consciente de que no es así, de que la normalidad no marcha por ese camino.

 

—Otro asunto fundamental en la novela es el arte…

—Creo que un escritor —y en eso seguiría a Schopenhauer— es incapaz de transmitir lo que es a la otra persona, por más argumentos, por más aguda y compleja que sea su escritura, siempre hay algo que se pierde. La entropía de la literatura: en las mismas traducciones algo se pierde o se gana, pero nunca puedes transmitirte tal cual eres. Cuando administras la soledad, la literatura siempre es buena cómplice.

 

—¿Qué es el artista en estos tiempos?

—El artista trae al mundo objetos, ideas, cosas que no estaban antes; es decir, nos deja su estilo, su visión del mundo, su percepción de la realidad. Un artista suma en vez de restar.

 

—Un personaje clave en Fandelli es Huberto Batis, ¿qué significó para ti el Huberto Batis de carne y hueso?

—Huberto Batís fue mi maestro en el sentido más estricto y legítimo de la palabra, era un hombre desbocado, furioso y muy culto. Era alguien con quien resultaba muy difícil tratar, pero al mismo tiempo un hombre generoso; no guardaba nada para sí, ni lo bueno ni lo malo. Tuvimos más de treinta años de amistad. Fue un formador para mí. Llegué a muchos escritores a partir de su consejo y, sobre todo, disfruté nuestras largas conversaciones, que llegaron a durar hasta 14 horas. Creo que es la persona con la que más he conversado a lo largo de la vida. Fue mi amigo. Sentí mucho su muerte y no lo acompañé al final porque soy cobarde ante la muerte de las personas que quiero, ante sus enfermedades, pero entre mis maestros —siempre he sido un mal alumno— quizá el mayor haya sido Huberto Batis.

 

—Willy Fandelli, el personaje de la novela, se debate entre números y letras, ¿cuál consideras que es la diferencia?

—A los números no me acerco. Dostoievski, en Memorias del subsuelo, decía que las ciencias naturales le repugnaban y lo habían hecho un hombre infeliz. John Keats decía lo mismo: “las matemáticas han destruido mi amor por la vida”. Creo que los números son hechos mentales, que las matemáticas son una construcción humana y que no existirían —se que muchos científicos estarán completamente en desacuerdo— sin el concurso humano y la imaginación, que son extensión de la vida. No están antes que nosotros, sino que son posteriores a nuestra existencia. Fui ingeniero, los números me hicieron sufrir porque no encontraba sentido en ellos, en cambio en las letras encontré el sentido, encontré vida, encontré también una forma de insultar al otro con palabras y no mediante números. No le tengo aversión a las matemáticas, a la geometría, a la aritmética, al álgebra, al contrario, pero creo que la literatura es simultánea a la vida y tiene una relación indivisible e indestructible con lo que vivimos. Construir metáforas es hacer vida. El lenguaje nos hace más humanos, pues nos muestra nuestras debilidades y nuestros límites, por eso me interesa la literatura, no cualquiera, sino la buena literatura, la que te abre puertas insospechadas y te muestra que todavía hay un mundo por descubrir.

 

Fandelli es una novela filosófica, de la nada al ser; y de vuelta a la nada, ¿qué buscas decirle al lector que se aventure en sus páginas?

Fandelli es el regreso al vientre materno, la búsqueda desesperada de un final, lanzarse al vacío, caer de bruces frente a la vida, ser totalmente víctima de tus propios impulsos, dejar de pensar por un momento y permitir que las palabras fluyan con toda libertad. Por otro lado, es la búsqueda de la libertad, no solamente conceptual, sino física. Cuando el país en ruinas en el que vivimos deje de ser un vientre civil que nos cause un mínimo placer (o una mínima felicidad), entonces desearemos volver al vientre, al inicio, a la nada de donde provenimos. Fandelli es una noveleta impulsiva, descarada, que no busca la aprobación del lector y que sin embargo será apreciada por los lectores más perspicaces. Creo, como diría Karl Popper, que todos somos filósofos, la cuestión es que unos lo somos menos que otros, pero cada vez que damos un juicio moral o hablamos sobre la sociedad o nuestras opiniones de política o estética, estamos haciendo filosofía. El vehículo de la filosofía es el lenguaje, que es el mismo vehículo de la literatura; sin embargo, prefiero la literatura, prefiero las metáforas a las teorías o los sistemas. Esta es una novela antisistemática, pues el sistema nos destruye. Prefiero la simultaneidad, el concurso de voces distintas, la nebulosa que permite reflexionar a la claridad que deslumbra y enceguece.

 

—Somos seres finitos, la escritura es una manera de testimonio, de legado, ¿esta novela es una reflexión a ello?

—No quiero dejar huella, ni un legado. Los libros que he escrito son necesarios en mi propia vida, es lo único que se hacer, no tengo una profesión con la cual ganarme la vida. No pude reprimir la escritura de mis ensayos y de mis novelas, y mis libros se irán conmigo a la tumba. No me mueve el querer dejar huella, sin embargo, sí creo que conmover al lector, transformarlo, seducirlo, es parte de un oficio como el de la literatura. Si se logra, entonces algo bueno habrá sucedido, pero no es mi intención dejar huella, de hecho mi epitafio dirá: “Se equivocó en todo”. Aunque estoy pensando en otro: “Nunca vuelvas, bajo ninguna circunstancia”.

 

ZZZ

Los simulacros en Sal de alacrán, de León Cuevas

Por Roberto Feregrino

16 de Mayo 2019

El Kybalion es un libro esencial para quien decide internarse en el mundo espiritual. Consta de siete leyes o principios herméticos, los cuales serán explicados de maestro a adepto, con el fin de que éste se conozca a sí mismo. Una vez iniciado el camino, el estudiante podrá alcanzar el Gran Plano espiritual, donde “existen seres de quienes hablamos como Ángeles, Arcángeles o semidioses”.

La búsqueda de ese Ser supremo —al que hemos normalizado con el nombre de Dios, Espíritu o Energía—, ha ocurrido desde tiempos antiquísimos; así que nuestro momento histórico no es la excepción. Los Masones, la Gran Fraternidad Universal, los Budistas, los Hare Krishna, los Samurai, etcétera, han logrado controlar la mente y conocerse a sí mismos mediante enseñanzas ancestrales. Aun así, existen escépticos —y con razón— en el mundo, que niegan la existencia de un algo “divino” que nos da la vida.

Sea como sea, en la historia hay personalidades que emprendieron un viaje en busca de ese Poder, o en busca del porqué de su existencia, más allá de la filosofía, como Arthur Conan Doyle, John Lennon, Aldous Huxley, Alex Grey, sólo por mencionar algunos, que no se valieron de una religión, y sin embargo impactaron en generaciones enteras, como si hubieran estado destinados a ello.

Lo que más se acerca a este viaje en busca de lo divino, es el arte: pintura, música, teatro, cine, danza, escultura, fotografía y la poesía: esa suerte de exteriorización del mundo interno del artista-creador, que busca salir por alguna vía. Botero pintó personajes gordos. Marcel Proust habla de un recuerdo nostálgico, proveniente del sabor de una madalena. Cervantes parodia los libros de caballerías y nos regala personajes inolvidables. Freddie Mercury experimentó con sonidos nuevos. Michael Jackson invitaba al público a bailar sobre la luna con seductores movimientos de cadera. Daniel Lezama dice que sus cuadros en realidad son un “desecho” de un proceso. Estos son sólo algunas muestras de que el genio cuando aflora se expresa de una u otra forma, no como espiritualidad per se, aunque se le parece mucho.

León Cuevas (1984), narrador, pintor y poeta nacido en Pachuca, pero radicado desde hace cinco años en la Ciudad de México, acaba de publicar un libro bajo el título de Sal de alacrán (2019), en Ediciones Periféricas. Un poemario extraño, hay que decirlo, que cuenta el viaje de un héroe de la cotidianidad más pedestre a la espiritualidad más placentera. Consta de seis poemas de largo aliento, los cuales toman al Vudú como bastión para su desarrollo: “Camino al Mercado de los brujos”, “Alabanza”, “Vudú. Canto a la muerte”, “El Mercado de los brujos”, “Qué culpa tiene la cabra de hacer casting para el diablo” y “Vudú. Canto a la vida”.

León Cuevas nos invita a mirar, oler y sentir esa yuxtaposición de ideologías que hay a nuestro alrededor en los mercados, principalmente en el Mercado de Sonora, al que el poeta se refiere como el mercado “negro de los brujos”, donde conviven festivamente lo mismo una Santa Muerte, que una Virgen de Guadalupe, junto a un Changó con copal y romero. El yo lírico llega ahí sabiendo que no cree, pues siempre le han impuesto hacerlo en el catolicismo, a punta de lanza, de hogueras y torturas en nombre de las sagradas escrituras;  por ello no está dispuesto a seguir con esa historia. El viaje comienza con la voz del yo poético diciendo: “solo voy por una cura/ una cura para esta duda/ una duda para curar/ pues yo no creo en las brujas”. La pregunta real es: ¿creen en algo los que asisten a esos sitios?, ¿creemos en algo? Hacerlo o no hacerlo implica una lucha, una imposición, una crítica constante.

En el segundo poema ocurre un enfrentamiento del yo poético con un sacerdote, al que encara preguntándole: “Padre dígame/ ¿Por qué buscan el poder?/ ¿Qué es el poder?/ ¿Qué es la búsqueda?/ ¿Y qué busca usted en sus decires?/ ¿Para qué buscar algo que consiguieron hace siglos?”. Sencillamente, la religión oficial no acepta a los “brujos”. No acepta  lo “otro”. No acepta un camino alterno. Rechaza y castiga aunque esos mulatos o hechiceros son tan “mestizos” como el hombre con la sotana puesta. No, no hay ofensa en la voz del poeta, son preguntas genuinas para él, las cuales nos transmite. “Esto es bueno y esto es lo malo”, nos dicen (¿amorosamente?) los representantes de la Iglesia, como si ellos fueran puros, hijos de Zeus, de Quetzalcóatl o del Nazareno, pero no, son tan hijos de la mezcla como nosotros, hijos “multicolores”. Carlos Fuentes diría que “eres quien eres porque supiste chingar y no te dejaste chingar; eres quien eres porque no supiste chingar y te dejaste chingar”. Nos chingaron, pues, y henos aquí elaborando poemas y simulacros insomnes.

El tercer poema evoca a esos hombres blancos que llegaron, superiores, y conquistaron cuanta tierra se les ponía enfrente en el poderoso nombre de Jesús. Hijos mal nacidos de Alejandro Magno. El fanatismo es el cáncer que envenena los cuerpos y castiga valiéndose de la Cruz. “Ahora yo te pregunto, hombre blanco” —dice el yo poético— “¿quién fuiste tú para hacer la guerra?/ trayendo la guerra a casa/ y a nuevas tierras/ haciendo la guerra en donde no se concebía/ despojando y conquistando naciones”. Alza la voz, no en símbolo de guerra, sino de esclarecimiento. Exorciza aquello que lo corroe. Desmitifica. El yo poético ya no puede detener sus pasos. Sigue adelante; se agranda y esa duda del inicio le va dando seguridad conforme avanza. (“Caminante no hay camino”). La primera barrera fue derribada: la negación. Una primera puerta fue abierta: hay una cura. El camino no es sencillo, mas el yo poético lo emprende. La voluntad podrá siempre más que un tanque de guerra.

Durante los seis poemas nos encontraremos con ecos dantescos, sí, pero también reminiscencias de Vicente Huidobro y Federico García Lorca (que tanto enalteció a los gitanos tan criticados en esa tierra andaluza); así como también tintes vallejianos de aquel poema intitulado “Desnudo en barro”, donde el pota peruano se pregunta “¡Quién tira tanto el hilo: quién/ descuelga/ sin piedad nuestros navíos,/ cordeles ya gastados, a la tumba”, en una imagen donde el yo poético pareciera ser manipulado por alguien en vida, hasta desgastarse y morir, parecido al de Sal de alacrán que va desprendiéndose de lo corpóreo hasta llegar al sueño con Dios. Eso le agrada porque “era tan diferente a como lo describen” que termina sintiéndose bien. Un sueño que parece real. (O es real y parece sueño.) Calderón de la Barca se agazapa también entre los versos que pinta León Cuevas, es verdad. Lo cierto es que en ese sueño-realidad contempla a las deidades en una fiesta: “Changó de la mano con Krishna/ Alá conviviendo con Odín/ todo es una fiesta/ la vida de los dioses es una fiesta” y sabrá que no debe existir distinción alguna en la tierra, porque en el cielo no la hay.

Sal de alacrán comienza con el escepticismo propio de una sociedad cansada de repetir patrones heredados por los “hombres blancos”; sin embargo, en esa búsqueda se dará cuenta nuestro héroe que ese lugar idílico existe, aunque no es, ni por asomo, lo que se había imaginado. Las batallas por la religión se dan aquí, en este plano, porque estamos divididos. El canto que nos obsequia León nos lleva a preguntarnos, ¿por qué si hay dioses que celebran en  el cielo, los humanos en a tierra no nos cansamos de someter(nos) para conseguir poder y olvidarnos de nosotros? Estos versos le llevarán a usted, lector, a buscar la mejor de las respuestas.

El Kybalion es un libro esencial para quien decide internarse en el mundo espiritual. Consta de siete leyes o principios herméticos, los cuales serán explicados de maestro a adepto, con el fin de que éste se conozca a sí mismo. Una vez iniciado el camino, el estudiante podrá alcanzar el Gran Plano espiritual, donde “existen seres de quienes hablamos como Ángeles, Arcángeles o semidioses”.

La búsqueda de ese Ser supremo —al que hemos normalizado con el nombre de Dios, Espíritu o Energía—, ha ocurrido desde tiempos antiquísimos; así que nuestro momento histórico no es la excepción. Los Masones, la Gran Fraternidad Universal, los Budistas, los Hare Krishna, los Samurai, etcétera, han logrado controlar la mente y conocerse a sí mismos mediante enseñanzas ancestrales. Aun así, existen escépticos —y con razón— en el mundo, que niegan la existencia de un algo “divino” que nos da la vida.

Sea como sea, en la historia hay personalidades que emprendieron un viaje en busca de ese Poder, o en busca del porqué de su existencia, más allá de la filosofía, como Arthur Conan Doyle, John Lennon, Aldous Huxley, Alex Grey, sólo por mencionar algunos, que no se valieron de una religión, y sin embargo impactaron en generaciones enteras, como si hubieran estado destinados a ello.

Lo que más se acerca a este viaje en busca de lo divino, es el arte: pintura, música, teatro, cine, danza, escultura, fotografía y la poesía: esa suerte de exteriorización del mundo interno del artista-creador, que busca salir por alguna vía. Botero pintó personajes gordos. Marcel Proust habla de un recuerdo nostálgico, proveniente del sabor de una madalena. Cervantes parodia los libros de caballerías y nos regala personajes inolvidables. Freddie Mercury experimentó con sonidos nuevos. Michael Jackson invitaba al público a bailar sobre la luna con seductores movimientos de cadera. Daniel Lezama dice que sus cuadros en realidad son un “desecho” de un proceso. Estos son sólo algunas muestras de que el genio cuando aflora se expresa de una u otra forma, no como espiritualidad per se, aunque se le parece mucho.

León Cuevas (1984), narrador, pintor y poeta nacido en Pachuca, pero radicado desde hace cinco años en la Ciudad de México, acaba de publicar un libro bajo el título de Sal de alacrán (2019), en Ediciones Periféricas. Un poemario extraño, hay que decirlo, que cuenta el viaje de un héroe de la cotidianidad más pedestre a la espiritualidad más placentera. Consta de seis poemas de largo aliento, los cuales toman al Vudú como bastión para su desarrollo: “Camino al Mercado de los brujos”, “Alabanza”, “Vudú. Canto a la muerte”, “El Mercado de los brujos”, “Qué culpa tiene la cabra de hacer casting para el diablo” y “Vudú. Canto a la vida”.

León Cuevas nos invita a mirar, oler y sentir esa yuxtaposición de ideologías que hay a nuestro alrededor en los mercados, principalmente en el Mercado de Sonora, al que el poeta se refiere como el mercado “negro de los brujos”, donde conviven festivamente lo mismo una Santa Muerte, que una Virgen de Guadalupe, junto a un Changó con copal y romero. El yo lírico llega ahí sabiendo que no cree, pues siempre le han impuesto hacerlo en el catolicismo, a punta de lanza, de hogueras y torturas en nombre de las sagradas escrituras;  por ello no está dispuesto a seguir con esa historia. El viaje comienza con la voz del yo poético diciendo: “solo voy por una cura/ una cura para esta duda/ una duda para curar/ pues yo no creo en las brujas”. La pregunta real es: ¿creen en algo los que asisten a esos sitios?, ¿creemos en algo? Hacerlo o no hacerlo implica una lucha, una imposición, una crítica constante.

En el segundo poema ocurre un enfrentamiento del yo poético con un sacerdote, al que encara preguntándole: “Padre dígame/ ¿Por qué buscan el poder?/ ¿Qué es el poder?/ ¿Qué es la búsqueda?/ ¿Y qué busca usted en sus decires?/ ¿Para qué buscar algo que consiguieron hace siglos?”. Sencillamente, la religión oficial no acepta a los “brujos”. No acepta  lo “otro”. No acepta un camino alterno. Rechaza y castiga aunque esos mulatos o hechiceros son tan “mestizos” como el hombre con la sotana puesta. No, no hay ofensa en la voz del poeta, son preguntas genuinas para él, las cuales nos transmite. “Esto es bueno y esto es lo malo”, nos dicen (¿amorosamente?) los representantes de la Iglesia, como si ellos fueran puros, hijos de Zeus, de Quetzalcóatl o del Nazareno, pero no, son tan hijos de la mezcla como nosotros, hijos “multicolores”. Carlos Fuentes diría que “eres quien eres porque supiste chingar y no te dejaste chingar; eres quien eres porque no supiste chingar y te dejaste chingar”. Nos chingaron, pues, y henos aquí elaborando poemas y simulacros insomnes.

El tercer poema evoca a esos hombres blancos que llegaron, superiores, y conquistaron cuanta tierra se les ponía enfrente en el poderoso nombre de Jesús. Hijos mal nacidos de Alejandro Magno. El fanatismo es el cáncer que envenena los cuerpos y castiga valiéndose de la Cruz. “Ahora yo te pregunto, hombre blanco” —dice el yo poético— “¿quién fuiste tú para hacer la guerra?/ trayendo la guerra a casa/ y a nuevas tierras/ haciendo la guerra en donde no se concebía/ despojando y conquistando naciones”. Alza la voz, no en símbolo de guerra, sino de esclarecimiento. Exorciza aquello que lo corroe. Desmitifica. El yo poético ya no puede detener sus pasos. Sigue adelante; se agranda y esa duda del inicio le va dando seguridad conforme avanza. (“Caminante no hay camino”). La primera barrera fue derribada: la negación. Una primera puerta fue abierta: hay una cura. El camino no es sencillo, mas el yo poético lo emprende. La voluntad podrá siempre más que un tanque de guerra.

Durante los seis poemas nos encontraremos con ecos dantescos, sí, pero también reminiscencias de Vicente Huidobro y Federico García Lorca (que tanto enalteció a los gitanos tan criticados en esa tierra andaluza); así como también tintes vallejianos de aquel poema intitulado “Desnudo en barro”, donde el pota peruano se pregunta “¡Quién tira tanto el hilo: quién/ descuelga/ sin piedad nuestros navíos,/ cordeles ya gastados, a la tumba”, en una imagen donde el yo poético pareciera ser manipulado por alguien en vida, hasta desgastarse y morir, parecido al de Sal de alacrán que va desprendiéndose de lo corpóreo hasta llegar al sueño con Dios. Eso le agrada porque “era tan diferente a como lo describen” que termina sintiéndose bien. Un sueño que parece real. (O es real y parece sueño.) Calderón de la Barca se agazapa también entre los versos que pinta León Cuevas, es verdad. Lo cierto es que en ese sueño-realidad contempla a las deidades en una fiesta: “Changó de la mano con Krishna/ Alá conviviendo con Odín/ todo es una fiesta/ la vida de los dioses es una fiesta” y sabrá que no debe existir distinción alguna en la tierra, porque en el cielo no la hay.

Sal de alacrán comienza con el escepticismo propio de una sociedad cansada de repetir patrones heredados por los “hombres blancos”; sin embargo, en esa búsqueda se dará cuenta nuestro héroe que ese lugar idílico existe, aunque no es, ni por asomo, lo que se había imaginado. Las batallas por la religión se dan aquí, en este plano, porque estamos divididos. El canto que nos obsequia León nos lleva a preguntarnos, ¿por qué si hay dioses que celebran en  el cielo, los humanos en a tierra no nos cansamos de someter(nos) para conseguir poder y olvidarnos de nosotros? Estos versos le llevarán a usted, lector, a buscar la mejor de las respuestas.

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