
DIENTÓN
Autor:Fernando Gutiérrez Almeira
Mayo 2025
Doña Berta calculaba siempre, a fin de mes, que en el pueblito había hambre. Entonces nos convocaba a una de sus ravioladas. Sabíamos que solo había una condición para el caso de que nuestros padres aceptaran la oferta: soportar a Dientón. No es que ella no tuviera compasión auténtica hacia nosotros. Se notaba que le gustaban los niños por cómo se reía al vernos devorar los platos humeantes. Su risa era cálida, y cada bocado que dábamos era para ella un dulce regalo. Pero a Dientón jamás lo retaba, ni le pegaba, ni lo ataba, pues era, desde tiempos inmemoriales, su mascota única y adorada y una parte inseparable de su propia historia.
Nuestros padres no podían menos que aceptar. Los sueldos que pagaban los patrones en las estancias jamás rendían y la última semana era siempre la semana de los mates de cebada, los refuerzos con pan viejo y el arroz con grated de sardinas que, por supuesto, no era de sardinas. Así que nos mandaban a comer ravioles a lo de doña Berta al menos una vez a fin de mes, con el especial encargo de que no paráramos de comer hasta quedar con la barriga bien tirante como si fueran tambores tensados al máximo. Al despedirnos, fingían estar entusiasmados, pero sus miradas denotaban incomodidad.
Doña Berta era generosa y compasiva, no había duda. Con la pensión que le había dejado el Teniente Layola tenía de sobra para hacer esos convites y rodearse de niños cuyas risas resonaban en las paredes de su amplia casona de cinco habitaciones, mezclándose con el aroma del tomate fresco y el queso derretido. Pero insistía, a pesar de las quejas poco convincentes de los padres, en que no ataría jamás a Dientón. Ella afirmaba rotunda que los niños buenos jamás serían víctimas de Dientón y que, si algún niño era de carácter débil o maleducado y se llevaba un mordiscón, entonces sus padres debían educarlo apropiadamente y que, seguramente, al volver reeducado ya Dientón no lo mordería. Tal vez su argumento era bastante retorcido, pero, después de repetirlo muchas veces, los padres llegaron a la conclusión de que algo de cierto había en ello y decidieron que Dientón sería nuestro maestro de carácter y moral a su manera por más absurdo que esta pareciera.
Eso sí, cuando íbamos a lo de Berta, nuestros padres nos ponían los peores zapatos, sobre todo los que ya hubiera mordido Dientón y que todavía no estuvieran tan maltrechos. Los más suertudos de los niños solo padecían el hecho de llevar unos zapatos feos, pero estaban los que ya tenían tres o cuatro agujeros provocados por sus colmillos y los que llevaban unos zapatos mal remendados que habían sufrido no solo el haber sido atravesados por aquellos colmillos aviesos, sino también zarandeados por sus fuertes mandíbulas, como si fueran presas vivas. Algunos calzaban esos zapatos con gestos de resignación, mientras otros los llevaban con un orgullo silencioso, como si los hiciera veteranos de guerra.
No es que Dientón fuera un perro grande y temible. No, para nada. Era un perro pequeño, de ojos saltones y mirada traviesa. Pero tenía cierta malicia juguetona que a nosotros nos parecía endiablada y a doña Berta le provocaba cariño. Ella solía acariciarlo con una sonrisa indulgente pues veía en él a un niño travieso que nunca crecería del todo. Era tan inteligente y astuto que jamás sabíamos a qué niño atacaría ni en qué momento. A veces era una mordida al cruzar el portón demasiado apresuradamente cuando el corazón aún latía rápido por el miedo al llegar, a veces una mordida al cruzar la puerta del comedor. La mayoría de las veces, sin embargo, era una mordida bien calculada y artera mientras estábamos comiendo, por debajo de la mesa y sin previo aviso. Por eso tratábamos de comer en silencio, sin siquiera hacer ruido o conversar, algo que convencía a Berta de la utilidad didáctica de Dientón a la hora de educarnos. La tensión en el ambiente era palpable. Si acaso a alguien se le caía un cubierto por falta de tino, Dientón no lo asaltaba de inmediato, sino que dejaba pasar un tiempo lo suficientemente largo para que todos olvidáramos el asunto, excepto la víctima, que seguía comiendo recelosa hasta que finalmente sentía cómo aquellos colmillos se clavaban en uno de sus zapatos hasta magullar la piel, haciéndolo saltar del dolor mientras los demás se reían nerviosamente para no parecer cobardes. Las risas forzadas disfrazaban el miedo colectivo de camaradería.
Contrariamente a la creencia establecida por doña Berta y nuestros padres cómplices, nosotros no creíamos en la bondad pedagógica de Dientón. Para nosotros, Dientón era un diablo disfrazado de perro que había logrado hipnotizar a doña Berta con alguna clase de embrujo por el cual solo veía bondad donde debía ver una insaciable maldad. No lo considerábamos un diablo de los más terribles, claro, sino un diablillo de esos que hacen trabajos de menor importancia en materia de negocios infernales. Pero aun cuando fuera un diablillo de menor importancia, estábamos muy molestos y le deseábamos un horrible final. Nuestro odio era visceral y una pequeña llama ardía dentro de nosotros cada vez que su mirada gruñona se cruzaba con la nuestra.
Nos reuníamos a espaldas de nuestros padres y discutíamos con una mezcla de furia y temor sobre Dientón. Estaban los que querían terminar con él de una vez por todas y sugerían toda clase de métodos de eliminación como llenarle el agua con sal o atarlo en el monte, pero estaban también los que pensaban que si cometíamos una maldad contra Dientón entonces nos haríamos realmente malos y Dientón volvería del infierno con mucho más gana de mordernos. No vale la pena describir las terribles muertes que le fueron imaginadas a Dientón, pues ninguna de ellas se concretó, más por miedo a las consecuencias que por falta de oportunidad e intención.
Dientón jamás sufrió nuestras represalias y mordió durante años a varias generaciones de niños después de la nuestra, hasta que envejeció y se le empezaron a caer los dientes. Cada vez que los niños veían que tenía un diente menos, reían y festejaban como si esa pérdida fuera una pequeña victoria para ellos y una derrota para él. Así fue por mucho tiempo hasta que solo le quedaron un par de dientes. Él siguió intentando morder con aquel par de dientes, pero ya no lo lograba pese a sus ridículos esfuerzos. Entonces todos en el pueblito nos empezamos a compadecer de él. Dientón ya no era el mismo Dientón sin su dentadura. Sus movimientos lentos y torpes eran los de un gnomo que ha perdido sus herramientas y su propósito.
La última vez que los niños fueron a una raviolada de Doña Berta, Dientón no tenía dientes. Se quedó quieto en un rincón mirándolos con ojos muy tristes como si supiera que su tiempo había concluido. Sus ojos, que antes parecían chispear de malicia, ahora estaban opacos: eran ventanas apenas abiertas a un mundo que ya no podía alcanzar. Se le notaba lo viejito y arruinado, como si lo hubieran cascoteado. Al siguiente mes vino la noticia de su muerte. Doña Berta se quedó tan triste, pero tan triste, por causa de su fallecimiento, que perdió las ganas de hacer ravioles. El vacío que Dientón había dejado en ella era más grande que el espacio que ocupaba cuando estaba vivo. Para ese entonces, por suerte, nuestros padres, y algunos de nosotros, los más crecidos, habíamos confrontado a los estancieros en reclamo de mejores salarios y ya no necesitábamos ir a comer ravioles a lo de Doña Berta. En realidad, las últimas veces, los niños solo habían ido a casa de doña Berta porque nadie quería que se quedara sin sus ravioladas.
Aunque Doña Berta dejó de hacer ravioles, nunca terminaron las reuniones en su casa. Los que habíamos crecido persistimos en visitarla y organizábamos nosotros mismos las ravioladas, con ella sentada en la cabecera, sus manos nudosas descansando sobre el mantel blanco, como si fueran ramas de un árbol antiguo. Jamás dijimos delante de ella nada negativo de Dientón durante aquellos alegres almuerzos. Por el contrario, le hicimos creer a Doña Berta que de él solo teníamos el mejor recuerdo y que no había estado de más que nos hubiera mordido para que supiéramos que nada es gratis en esta vida y no hay felicidad sin dolor.
fernandogutierrezalmeira.wordpress.com
Fernando Gutiérrez Almeira
Nació en Montevideo el 28 de marzo de 1971. Se recibió de docente de Filosofía en 2001 y de docente de Matemática en 2003, en el Instituto de Profesores Artigas. Muchos de sus textos se encuentran publicados en su blog fernandogutierrezalmeira.wordpress.com creado en 2010. Creó una revista filosófica llamada Ariel (arielenlinea.wordpress.com) en la que también se encuentran publicados algunos de sus textos y que actualmente se halla discontinuada. Desde hace más de 20 años reside en la ciudad de Las Piedras. A fines de 2021 se integró a un grupo literario pedrense llamado Desayunos Literarios. Desde su integración a dicho grupo ha autoeditado tres libros de cuentos: “Un sueño dentro de un sueño” (2022), “Caja de sorpresas” (2022) y “Tenebridades” (2023). El primero de ellos recibió una crítica literaria del poeta uruguayo Gerardo Molina que fue publicada en “La Página Literaria” de Hoy Canelones el 15 de Setiembre de 2022 y el segundo por el mismo autor el 15 de febrero de 2024. También aportó la idea central para una obra de ciencia ficción colectiva de Desayunos Literarios titulada “La Saga del Coleccionista”. En 2023 fueron publicados cuentos suyos en la revista venezolana Alborismos en su Nº12 (“Entrevista con un muerto”) y la revista mexicana Delatripa en su Nº71 (“Borges y el Necronomicón”), en su número 72 (“Stella Maris”), en su número 74 (“El Anticoach”) y en su número 75 (“El misterio irrefutable”). Publicó, en 2023, en la reconocida página literaria Letralia, su cuento breve “La ruptura”. En marzo de 2024 la Revista Escafandra publicó su cuento breve “Improbable”. A principios de 2025 aceptó la invitación para convertirse en colaborador de la revista Delatripa con una columna filosófico-literaria.