
Billy
Fotografía: Roberto Feregrino
Por Héctor Iván González
Junio 2025
A Toño Ortuño
No encaja con facilidad en los centros nocturnos, pero participa con mayor frecuencia en la vida agitada de los que deambulan en los lugares sórdidos sin ningún otro objetivo que esperar la ocasión de saciar algún vicio…
“Nada es verdad. Todo está permitido”, Philippe Ollé-Laprune
Llegó al tugurio como si arrastrara una soledad de meses. Los ojos, hundidos detrás de sus lentes imitación carey, parecían de santito de parroquia. Llevaba el nudo de la corbata impecable y un sombrero gris de fieltro. Le quedaba que ni pintado. Tenía la cabeza pequeña y la cara demasiado alargada. Él mismo era como un esqueleto forrado con una piel blancuzca. Sin embargo, se veía que traía dinero. Flaco, pero no muerto de hambre. Se veía que no se malpasaba. Tenía un brillo en la mirada que no era común. Los ojos, azul acero. Tampoco parecía un obrero, ni un cargador, quizá un burócrata. Iría mostrando, a medida que pasara la noche, que no era de nuestra ralea.
Nosotros ya teníamos nuestras buenas horas en el Balalaika. Habíamos estado bailando con unas ficheras eméritas, realmente dignas de jubilación. Pero no guardábamos expectativas. Habíamos salido del trabajo y Ernesto no me había dicho dónde nos veríamos. Tenía tres mil pesos míos, y creo que por eso se me andaba escondiendo. Yo nunca le he dado problemas por cuestiones de dinero. Como si no me conociera…
Cuando el flaco entró, casi no se dio a notar. Si apenas lo vieron los meseros que le ofrecieron una mesa. El cantinero y yo, nadie más, lo notamos. Se sentó, todo garrudo, en una mesa del centro del tugurio. Cosa rara, porque no parecía tan seguro de sí mismo como para querer llamar la atención. Al contrario, tenía la apariencia de ser como las lagartijas que por error caen de la jardinera, y vuelven a la sombra a toda velocidad. De cara, sí parecía un vendedor de puerta-en-puerta, pero de cuerpo, un púgil a lo Johnny Owen. Pidió un güisqui y se lo tomó de hidalgo, como se empezaba a decir en ese entonces. Inmediatamente pidió otro y repitió el alarde.
José Guadalupe, el Chuy, no dejaba de hablar de Marta. Desde que salimos de la oficina nos agarró como si fuéramos sus biógrafos, o sus confesores. Tenía poco de vivir con Marta, a quien conoció en una posada de la empresa. Ella era divorciada, tenía dos hijos y parecía inatrapable. Recuerdo, como si los estuviera viendo, cuando se conocieron y ligaron la misma noche. Marta tiene unos chamorros muy ricos, bien gordos, como mangos a punto de reventar. Fuimos juntos el Chuy, Ernesto, Marcos y yo. Aprovechamos la cortesía de la posada para chingarnos varias cubas. Estuvimos tres horas jalando a tope, hagan ustedes la cuenta. Lo pedo animó al Chuy para hablarle a Marta, quien estaba sentada a la mesa con una cara larga como de directora de escuela primaria. Nos caía mal la mentada Marta, pero al Chuy le cuadró y de ahí no lo sacamos.
El flaco del sombrero tomaba casi por compulsión. No vayan a creer que yo le estaba llevando la cuenta, pero, así de hidalgo, se echó seis güisquis, como si fueran agua. De repente, con unos ojos chispeantes, a través de sus lentes, atisbaba todo como un niño. A veces se reía hasta porque volaba la mosca. En la rocola sonaba “Oh vida”, de Beny Moré. El flaco se deleitaba con el ritmo que sobrevolaba en el lugar, entre el humo de los cigarrillos y los nubarrones de hielo seco. Al sonreír descubrió unos dientes verdinegros y pequeños. El hecho de dibujar una sonrisa en un rostro tan magro lo hacía verse aun más calavérico.
En otras mesas estaban unas mujeres bastante atildadas y hombrunas, pensé que fueran abogadas… o algo peor. Una de ellas volteaba esporádicamente a nuestra mesa, y me clavaba la mirada. No detecté que hubiese una intención en especial conmigo, yo me concentraba en mi trago y en las cuitas de José Guadalupe, el Chuy. Bebía un Torres 12 con coca-cola. Oía los reclamos de Marta y la sumisión de mi valedor. Este cuate ya sabía lo que le esperaba con tremenda bataclana, y solito se enfrascó. Que él no daba suficiente gasto para la casa, que tenía el mal hábito de invitar a sus amigotes en la noche, que roncaba, etc., etc., etc. El Chuy no era tan mala bestia, yo más bien creo que Marta era una prefecta inaguantable. Si hacíamos un balance de su vida… Cuernos: 0. Faltar a la casa: 1. Demasiado pedo: 3… su peor crimen. Explotador: 0. Que le hubiera pegado: …0. Así que en lo que respecta a nosotros, Chuy era un pinche mandilón.
En un momento, me di cuenta de que el viejo empezó a poner más canciones en la rocola, y el ambiente se puso bien suave. Cada vez que se acercaba a la máquina le gritaba al mesero algo que yo no entendía muy bien, pero sonaba como “¡Cheinsh for de yiukbox!”. Se puso todo el repertorio de Toña la Negra, de Beny Moré y de la Sonora Matancera. En algunos momentos hacía su mejor esfuerzo para cantar la letra. El acento lo delataba como gringo. No sé inglés, pero sonaba como la Eydie Gormé, esa gringuita que cantó con Los Panchos. “Nochi de rounda, qui tristi pausar”. Pinche gringa, tenía bonita voz, pero no engañaba a nadie. Lo que me sorprendió fue que el viejo las supiera y que, sacara pecho, para alzar la voz.
Se veía que estaba pedo, contento y muy faramalloso. Empezó a llegar más gente; los recibía de golpe el ambiente húmedo, como de invernadero con olor de sudores de briago. El lugar se llenó. Migdalia, la mesera, no se daba abasto. Pobrecita, la frente ya la tenía como doctor en quirófano. El sudor en las mejillas le brillaban y el rímel le empezaba a gotear sin que pudiera evitarlo. Nosotros pedíamos más Torres 12 con coca-cola, pero el viejo gringo, las abogadas y los demás eran más exquisitos. Pobre Migdalia, no podía darse un respiro. La rocola estaba atorada en las canciones del gringo. Alguien prendió un cigarrillo y la mesera le llevó un cenicero. Las horas pasaron y Chuy parecía exhausto de quejarse, pero todavía había dos tragos que había pedido… sin siquiera acordarse ya. Todo el lugar olía a alfombra mojada y a transpiración.
En un momento, el gringo me vio fijamente, su mirada fue como una sacudida en la espina dorsal que no pude ignorar. Sentí una retahíla de hormigas que me bajaban por la espalda. El viejo se puso de pie y retrocedió la silla haciéndola chirriar. Caminó hasta donde estábamos nosotros. Tenía jalado el nudo de la corbata y un lado de la camisa desfajado. Se echó a andar. Iba pasando a lado de nuestra mesa, pero se trastabilló un poco. Se aprestó a tomar el camino del baño con dificultad. Pensé que caería. Un poco antes de llegar, volvió a tropezarse.
¿Y por qué no la mandas a la chingada?, le dijo Marcos al Chuy.
¿Qué? ¡N’hombre, qué te pasa!
Si estás sufriendo tanto, cabrón, regrésate con tu hermana. Déjala ya, dijo y dio unas palmadas sonoras en la mesa, y aquí se rompió una taza…, pues cada quien para su casa.
En ese momento, José Guadalupe se insolentó de la peor manera. No era la respuesta que esperaba de nosotros sus valedores.
¿Qué dijiste, pendejo?, gritó en un acento inusual.
Yo me puse de pie y me desembaracé del zafarrancho que estaba a punto de explotar. Mi silla también rechinó, pero yo no me iba a caer, ni trastabillé. Era joven, me ejercitaba en las barras del camellón y en el gimnasio. Ernesto me decía que estaba bien garrudo. Entré al baño empujando la puerta abatible a buscar de lo que pedía mi limosna; después de cruzar el umbral, sentí en el aire la colonia del gringo mezclado con el olor acedo a fruta echada a perder. Pensé en una pomada amarilla que usaban en el gimnasio. Recordé que en las comisuras de su boca quedaban residuos de saliva seca. El baño también olía a desinfectante y jabón de uva para lavarse las manos. Me abrí la bragueta por primera vez. Me saqué la verga frente al mingitorio y apreté la vejiga. Salió un chorro certero y humeante. La porcelana del wáter hizo su retintín. Sentí cómo mi miembro ganaba peso. La cabecita estaba formando un hongo rosado, y no el champiñón atolondrado de todo el día. Las tres puertas de los w. c. se veían endebles, hasta un soplido podría abrirlas, ya no se diga un tanteo con la mano. Guardé mi pieza y me subí la bragueta. Lavé mis manos con mucho jabón, haciendo bastante espuma. Iba a salir, pero me detuvo en seco un sonido. Oí una respiración agazapada, un resuello. Volví sobre mis pasos, pero fui más allá. Llegué hasta el w. c. del rincón y empujé la puerta. Cedió con voracidad. Detrás de ésta encontré al gringo con la mirada de una medusa, cumplía con una cita aplazada y prometida… Abrí mi bragueta por segunda vez esa noche y le llené la boca con mi verga en ristre. Acometió con avidez. Estaba exultante. Su lengua me invadió la bellota del glande, de la visera hasta el barbiquejo del casco. Mi uretra lo golpeteaba en reiteradas veces. Le llegó a la campanilla. En un momento, tomó el tronco y balbuceó “Güeit, güeit. Plis, güeit”. Se puso en pie, bajó sus calzoncillos percudidos, me dirigió y se la clavé hasta la empuñadura. Lo oí gemir, casi chillar. Temí que nos delatara y le tapé la boca.
¡Cállate, pendejo!, le musité.
Pensé que se desmayaría, pero no, aguantó vara. Mientras lo bombeaba, me dijo, “Telmibil, sei mai neim. Telmibil”. No le entendía. Se retorció como un ostión con limón. No percibí si alguien nos escuchó. Por unos instantes nos desentendimos del mundo. Tal vez haya pasado algún meón en ese chico rato. No es algo que me preocupe. Acabé riquísimo y ahí lo dejé, desbaratado.
Me paré frente al espejo, abrí la llave y me relamí para atrás el fleco. Volví a la mesa con la respiración aún agitada y el olor amargo de la medicina del viejo. Media hora después, tras haber bebido una chela bien helodia, y con tremenda sensación de alivio, volví a casa. Berta, mi esposa, estaba durmiendo. Me metí a las cobijas esa noche, pensando en lo mal que se estaba portando conmigo Ernesto sacando el cobre por mugres tres mil pesos. Allá él…, pensé.–
Héctor Iván González (Ciudad de México, 1980) está realizando el doctorado en Literatura Comparada en el Posgrado de la UNAM. Fue becario del programa “Jóvenes creadores” del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en el periodo 2012-2013 en el género de novela. Compiló La escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada (Tierra Adentro, 2012) y, junto con Adriana Jiménez, El Temple deslumbrante. Antología de textos no narrativos de Daniel Sada (Posdata Editores, 2014). Publicó los libros de ensayos Menos constante que el viento (Abismos editorial, 2015) y La literatura comprometida y Jean-Paul Sartre. Una reflexión sobre el fenómeno literario y lo político (UANL, 2018). Es colaborador de medios como “El Cultural” de La Razón, Tierra Adentro, Voices of Mexico, Nexos, entre otros. Corresponsal de Latinamerican Literature Today de la Universidad de Oklahoma. Fue co-traductor de Los escritores nómadas, de Philippe Ollé-Laprune (Tusquets, 2017). Tradujo para el FCE la novela Monarcas, de Sébastien Rutés y Juan Hernández Luna (2019). Recibió Mención honorífica en el “Sexto Gran Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2020” (Producciones El Salario del Miedo). Dio a conocer el libro de cuentos Los grandes hits de Shanna McCullough (Dieci7iete Editorial, 20201). Su novela Una leona rampa en la noche apareció a finales de 2022 en España, publicada por Carena Hispanoamericana. Algunos de sus textos han sido traducidos al inglés. El libro que el lector tiene en sus manos recibió la Mención honorífica en el Concurso “Laura Méndez de Cuenca” 2024, en el género de cuento.